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lunes, 7 de noviembre de 2011

De cómo en toda gran cuestión política va envuelta siempre una gran cuestión teológica


M. Proudhon ha escrito en sus Confesiones de un revolucionario estas notables palabras: «Es cosa que admira el ver de qué manera en todas nuestras cuestiones políticas tropezamos siempre con la teología». Nada hay aquí que pueda causar sorpresa, sino la sorpresa de M. Proudhon. La teología, por lo mismo que es la ciencia de Dios, es el océano que contiene y abarca todas las ciencias, así como Dios es el océano que contiene y abarca todas las cosas.



Todas ellas estuvieron antes de que fueran y están después de creadas en el entendimiento divino; porque, si Dios las hizo de la nada, las ajustó a un molde que está en Él eternamente Todas están allí por aquella altísima manera con que están los efectos en sus causas, las consecuencias en sus principios, los reflejos en la luz, las formas en sus eternos ejemplares. En Él están juntamente la anchura de la mar, la gala de los campos, las armonías de los globos, las pompas de los mundos, el esplendor de los astros, las magnificencias de los cielos. Allí está la medida, el peso y número de todas las cosas; y todas las cosas salieron de allí con número, peso y medida. Allí están las leyes inviolables y altísimas de todos los seres, y cada cual está bajo el imperio de la suya. Todo lo que vive, encuentra allí las leyes de la vida; todo lo que vegeta, las leyes de la vegetación; todo lo que se mueve, las leyes del movimiento; todo lo que tiene sentido, la ley de las sensaciones; todo el que tiene inteligencia, la ley de los entendimientos; todo el que tiene libertad, la ley de las voluntades. De esta manera puede afirmarse, sin caer en el panteísmo, que todas las cosas están en Dios y que Dios está en todas las cosas.



Esto sirve para explicar por qué causa, al compás mismo con que se disminuye la fe, se disminuyen las verdades en el mundo; y por qué causa la sociedad que vuelve la espalda a Dios ve ennegrecerse de súbito, con aterradora oscuridad, todos sus horizontes. Por esta razón, la religión ha sido considerada por todos los hombres y en todos los tiempos como el fundamento indestructible de las sociedades humanas: Omnis humanae societatis fundamentum convellit qui religionem convellit, dice Platón en el libro X de sus Leyes. Según Jenofonte (sobre Sócrates), «las ciudades y naciones más piadosas han sido siempre las más duraderas y más sabias». Plutarco afirma (contra Colotés) que «es cosa más fácil fundar una ciudad en el aire que constituir una sociedad sin la creencia de los dioses». Rousseau, en el Contrato social (1.4 c.8), observa que «jamás se fundó Estado ninguno sin que la religión le sirviese de fundamento». Voltaire dice (Tratado de la tolerancia c.20) que «allí donde hay una sociedad, la religión es de todo punto necesaria». Todas las legislaciones de los pueblos antiguos descansan en el temor de los dioses. Polibio declara que ese santo temor es todavía más necesario que en los otros en los pueblos libres. Numa, para que Roma fuese la ciudad eterna, hizo de ella la ciudad santa. Entre los pueblos de la antigüedad, el romano fue el más grande, cabalmente porque fue el más religioso. Como César hubiera pronunciado un día en pleno Senado ciertas palabras contra la existencia de los dioses, luego al punto Catón y Cicerón se levantaron de sus sillas para acusar al mozo irreverente de haber pronunciado una palabra funesta a la República. Cuéntase de Fabricio, capitán romano, que, como oyese al filósofo Cineas mofarse de la divinidad en presencia de Pirro, pronunció estas palabras memorables: «Plegue a los dioses que nuestros enemigos sigan esta doctrina cuando estén en guerra con la República».



La diminución de la fe, que produce la diminución de la verdad, no lleva consigo forzosamente la diminución, sino el extravío de la inteligencia humana. Misericordioso y justo a un tiempo mismo, Dios niega a las inteligencias culpables la verdad, pero no les niega la vida; las condena al error, mas no a la muerte. Por eso, todos hemos visto pasar delante de nuestros ojos esos siglos de prodigiosa incredulidad y de altísima cultura, que han dejado en pos de sí un surco, menos luminoso que inflamado, en la prolongación de los tiempos, y que han resplandecido con una luz fosfórica en la Historia. Poned, sin embargo, en ellos vuestros ojos; miradlos una vez y otra vez, y veréis que sus resplandores son incendios y que no iluminan sino porque relampaguean. Cualquiera diría que su iluminación procede de la explosión súbita de materias de suyo oscuras, pero inflamables, más bien que de las purísimas regiones donde se engendra aquella luz apacible, dilatada suavemente en las bóvedas del cielo, con soberano pincel, por un pintor soberano.



Y lo mismo que aquí se dice de las edades, puede decirse de los hombres. Negándoles o concediéndoles la fe, les niega Dios o les quita la verdad; ni les da ni les quita la inteligencia. La de los incrédulos puede ser altísima, y la de los creyentes humilde: la primera, empero, no es grande sino a la manera del abismo, mientras que la segunda es santa a la manera de un tabernáculo: en la primera habita el error, en la segunda la verdad. En el abismo está, con el error, la muerte; en el tabernáculo, con la verdad, la vida. Por esta razón, para aquellas sociedades que abandonan el culto austero de la verdad por la idolatría del ingenio, no hay esperanza ninguna. En pos de los sofismas vienen las revoluciones, y en pos de los sofistas los verdugos.



Posee la verdad política el que conoce las leyes a que están sujetos los gobiernos; posee la verdad social el que conoce las leyes a que están sujetas las sociedades humanas; conoce estas leyes el que conoce a Dios; conoce a Dios el que oye lo que Él afirma de sí y cree lo mismo que oye. La teología es la ciencia que tiene por objeto esas afirmaciones. De donde se sigue que toda afirmación relativa a Dios, o, lo que es lo mismo, que toda verdad política o social se convierte forzosamente en una verdad teológica.



Si todo se explica en Dios y por Dios, y la teología es la ciencia de Dios, en quien y por quien todo se explica, la teología es la ciencia de todo. Si lo es, no hay nada fuera de esa ciencia, que no tiene plural; porque el todo, que es su asunto, no le tiene. La ciencia política, la ciencia social, no existen sino en calidad de clasificaciones arbitrarias del entendimiento humano. El hombre distingue en su flaqueza lo que está unido en Dios con una unidad simplicísima. De esta manera distingue las afirmaciones políticas de las afirmaciones sociales y de las afirmaciones religiosas, mientras que en Dios no hay sino una afirmación, única, indivisible y soberana. Aquel que, cuando habla explícitamente de cualquiera cosa, ignora que habla implícitamente de Dios, y que, cuando habla explícitamente de cualquier ciencia, ignora que habla implícitamente de teología, puede estar cierto de que no ha recibido de Dios sino la inteligencia absolutamente necesaria para ser hombre. La teología, pues, considerada en su acepción más general, es el asunto perpetuo de todas las ciencias, así como Dios es el asunto perpetuo de las especulaciones humanas. Toda palabra que sale de los labios del hombre es una afirmación de la divinidad, hasta aquella que la maldice o que la niega. El que, revolviéndose contra Dios, exclama frenético, diciendo: «Te aborrezco, tú no existes», expone un sistema completo de teología, de la misma manera que el que levanta a Él el corazón contrito y le dice: «Señor, hiere a tu siervo que te adora». El primero arroja a su rostro una blasfemia, el segundo pone a sus pies una oración; ambos, empero, le afirman, aunque cada cual a su manera, porque ambos pronuncian su nombre incomunicable.



En la manera de pronunciar ese nombre está la solución de los más temerosos enigmas: la vocación de las razas, el encargo providencial de los pueblos, las grandes vicisitudes de la Historia, los levantamientos y las caídas de los imperios más famosos, las conquistas y las guerras, los diversos temperamentos de las gentes, la fisonomía de las naciones y hasta su varia fortuna.



Allí donde Dios es la infinita sustancia, el hombre, entregado a una contemplación silenciosa, da la muerte a sus sentidos, y pasa la vida como un sueño, acariciado por brisas olorosas y enervantes. El adorador de la infinita sustancia está condenado a una esclavitud perpetua y a una indolencia infinita: el desierto tendrá para él algo de divino sobre la ciudad, porque es más silencioso, más solitario y más grande; y, sin embargo, no le adorará como a su dios, porque el desierto no es infinito; el océano sería su única divinidad, porque lo abarca todo, si no tuviera extrañas turbulencias y ruidos extraños; el sol, que todo lo alumbra, sería digno de su culto, si no abrazara con su vista su disco resplandeciente; el cielo sería su señor, si no hubiera lumbreras; y la noche, si no tuviera rumores; su dios es todas estas cosas juntas: inmensidad, oscuridad, inmovilidad, silencio. Allí se levantarán a lo alto, y de repente, por la secreta virtud de una vegetación poderosa, imperios colosales y bárbaros, que caerán con estrépito en un día, abrumados por la inmensa pesadumbre de otros más gigantescos y colosales, sin dejar rastro en la memoria de los hombres ni de su caída ni de su levantamiento; los ejércitos estarán sin disciplina, como los individuos sin inteligencia; el ejército será, ante todas cosas y principalmente, muchedumbre; la guerra tendrá menos por objeto averiguar cuál es la nación más heroica que cuál es el imperio más populoso; la victoria misma no será un titulo de legitimidad sino porque es el símbolo de la divinidad siéndolo de la fuerza. Como se ve, la teología y la historia indostánica son una cosa misma.



Volviendo los ojos al Occidente, se ve, como tendida a sus puertas, una región que da entrada a un nuevo mundo en lo moral, en lo político y en lo teológico. La inmensa divinidad oriental se descompone allí y pierde lo que tiene de austero y de formidable: su unidad es multitud. La divinidad era allí inmóvil; la multitud bulle aquí sin reposo. Todo era allí silencio; todo es aquí rumores, cadencias y armonías. La divinidad oriental se prolongaba por todos los tiempos y rebosaba por todos los espacios; la gran familia divina tiene aquí su árbol genealógico y cabe toda con anchura en la cumbre de un monte. Una eterna paz reposa en el dios del Oriente; todo es aquí, en el alcázar divino, guerra, confusión y tumulto. La unidad política pasa por las mismas vicisitudes que la unidad religiosa: aquí es un imperio cada ciudad, mientras que allí todas las muchedumbres formaban un imperio. A un dios corresponde un rey; a una república de dioses, otra de ciudades. En esta multitud de ciudades y de dioses todo será desordenado y confuso; los hombres tendrán un no sé qué de heroico y de divino, y los dioses un no sé qué de terrenal y humano; los dioses darán a los hombres la comprensión de las grandes cosas y el instinto de las cosas bellas, y los hombres darán a los dioses sus discordias y sus vicios; habrá hombres de alta fama y virtud, y dioses incestuosos y adúlteros. Impresionable y nervioso, ese pueblo será grande por sus poetas y famoso por sus artistas, y se dará al mundo en espectáculo; la vida no será bella a sus ojos sino en cuanto resplandece con los reflejos de la gloria, ni tendrá a la muerte por tremenda sino en cuanto le siga el olvido; sensual hasta en la medula de sus huesos, no verá en la vida sino los placeres, y tendrá la muerte por dichosa si muere entre flores. La familiaridad y el parentesco con sus dioses hará a ese pueblo vano, caprichoso, locuaz y petulante; falto de respeto a la divinidad, carecerá la gravedad en sus designios de fijeza en sus propósitos, de consistencia en sus resoluciones. El mundo oriental se presentará a sus ojos como una región llena de sombras o como un mundo poblado de estatuas: el Oriente a su vez, poniendo los ojos en su vida tan efímera, en su muerte tan temprana, en su gloria tan breve, le llamará pueblo de niños. Para el uno la grandeza está en la duración, para el otro en el movimiento. De esta manera la teología griega, y la historia griega, y el temperamento griego son una misma cosa.



Este fenómeno es visible sobre todo en la historia del pueblo romano. Sus principales dioses, de familia etrusca, por lo que tenían de dioses, eran griegos; por lo que tenían de etruscos, eran orientales; por lo que tenían de griegos, eran muchos; por lo que tenían de orientales, eran austeros y sombríos. En política, como en religión, Roma es a un mismo tiempo el Oriente y el Occidente. Es una ciudad como la de Teseo, y un imperio como el de Ciro. Roma figura a Jano: en su cabeza hay dos caras, y en sus dos caras dos semblantes; el uno es el símbolo de la duración oriental, y el otro el del movimiento griego. Tan grande es su movilidad, que llega a los confines del mundo; y tan agigantada su duración, que el mundo la llama eterna. Criada por el consejo divino para preparar las vías a Aquel que había de venir, su encargo providencial fue asimilarse todas las teologías y dominar a todas las gentes. Obedeciendo a un llamamiento misterioso, todos los dioses suben al Capitolio romano; y pasmadas las gentes con un súbito terror, derriban al suelo su cerviz todos los pueblos y todas las naciones. Todas las ciudades, unas después de otras, se ven desamparadas de sus dioses; los dioses, unos después de otros, se ven despojados de todos sus templos y de todas sus ciudades. Su gigantesco imperio tiene por suya la legitimidad oriental, esto es, la muchedumbre, y la fuerza, y la legitimidad del Occidente, esto es, la inteligencia y la disciplina. Por eso todo lo avasalla y nada le resiste, todo lo tritura y nadie se queja. De la misma manera que su teología tiene al mismo tiempo algo de diferente y algo de común con todas las teologías, Roma tiene algo que le es propio y mucho que le es común con todas las ciudades vencidas por sus armas o deslustradas por su gloria: tiene de Esparta la severidad, de Atenas la cultura, de Menfis la pompa, y la grandeza de Babilonia y de Nínive. Para decirlo todo de una vez, el Oriente es la tesis, el Occidente su antítesis, Roma la síntesis; y el romano Imperio no significa otra cosa sino que la tesis oriental y la antítesis occidental han ido a perderse y a confundirse en la síntesis romana. Descompóngase ahora en sus elementos constitutivos esa poderosa síntesis, y se observará que no es síntesis en el orden político y social sino porque lo es también en el orden religioso. En los pueblos orientales como en las repúblicas griegas y en el Imperio romano como en las repúblicas griegas y en los pueblos orientales, los sistemas teológicos sirven para explicar los sistemas políticos: la teología es la luz de la Historia.



La grandeza romana no podía bajar del Capitolio sino por los mismos medios que la habían servido para subir a su cumbre. Nadie podía asentar su planta en Roma sino con el permiso de sus dioses; nadie podía escalar el Capitolio sino derrocando antes a Júpiter Optimo Máximo. Los antiguos, que tenían una noticia confusa de la fuerza vital que reside en el sistema religioso, creían que ninguna ciudad podía ser vencida si antes no era abandonada por los dioses nacionales. Seguíase de aquí, en todas las guerras de ciudad a ciudad, de pueblo a pueblo y de raza a raza, una contienda espiritual y religiosa, que seguía los mismos pasos que la material y política. Los sitiados, al mismo tiempo que resistían con el hierro, volvían los ojos a sus dioses para que no los dejaran en mísero abandono. Los sitiadores a su vez los conjuraban al abandono de la ciudad con misteriosas imprecaciones. ¡Desventurada la ciudad en donde resonaba tremenda aquella voz que decía: «Vuestros dioses se van, vuestros dioses os abandonan!». El pueblo de Israel no podía ser vencido cuando Moisés levantaba las manos al Señor, y no podía vencer cuando las derribaba hacia el suelo; Moisés es la figura del género humano, proclamando en todas edades, con diferentes fórmulas y de diferente manera, la omnipotencia de Dios y la dependencia del hombre, el poderío de la religión y la virtud de las plegarias.



Roma sucumbió porque sus dioses sucumbieron; su imperio acabó porque acabó su teología. De esta manera, la Historia viene a poner como de relieve el gran principio que esta en lo más hondo del abismo de la conciencia humana.



Roma había dado al mundo sus Césares y sus dioses. Júpiter y César Augusto se habían dividido entre sí el grande Imperio de las cosas humanas y divinas. El sol, que había visto levantarse y caer agigantados imperios, no había visto ninguno, desde el día de su creación, de tan augusta majestad y de tan extraña grandeza. Todas las gentes habían recibido su yugo; hasta las más ásperas y agrestes habían doblado sus cervices; el mundo había depuesto las armas, la tierra guardaba silencio.



Por aquel tiempo nació, en humilde establo, de padres humildes, un Niño prodigioso en la tierra de los prodigios. Decíase de él que al tiempo de aparecer entre los hombres había brillado una nueva estrella en el cielo; que apenas nacido, había sido adorado de pastores y de reyes; que espíritus angélicos habían hablado a los hombres y habían cruzado por los aires; que su nombre incomunicable y misterioso había sido pronunciado en el principio del mundo; que los patriarcas habían aguardado su venida; que los profetas habían anunciado su reino, y que hasta las sibilas habían cantado sus victorias. Estos extraños rumores habían llegado hasta los oídos de los servidores del César, y de aquí un vago terror y sobresalto en sus pechos. Ese sobresalto y ese vago terror pasaron, sin embargo, muy pronto, cuando vieron que los días y las noches proseguían como siempre en perpetua rotación, y que el sol seguía iluminando como antes el horizonte romano. Y dijeron para sí los gobernadores imperiales: El César es inmortal, y los rumores que oímos fueron rumores de gente asustadiza y ociosa. Y así pasaron treinta años; contra las preocupaciones del vulgo hay un remedio eficaz: el desprecio y el olvido.



Pero véase aquí que, pasados treinta años, la gente descontentadiza y ociosa vuelve a buscar, en nuevos y más extraños rumores, un nuevo alimento a sus ocios. El Niño se había hecho hombre; al decir de las gentes, al recibir en su cabeza las aguas del Jordán, había venido sobre Él un espíritu en figura de paloma, se habían rasgado los cielos y había resonado una voz clamando en las alturas: «Este es mi Hijo muy querido». Entre tanto, el que le bautizó, hombre austero y sombrío, habitante en los desiertos y aborrecedor del género humano, clamaba a las gentes sin cesar: «Haced penitencia», y señalando con el dedo al Niño hecho hombre, daba este testimonio de Él: «Este es el Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo». Que en todo esto había una farsa de mal género, representada por farsantes de mala especie, era cosa que para todos los espíritus fuertes de aquella edad no ofrecía ningún género de duda. «El pueblo judío -decían- fue siempre muy dado a sortilegios y supersticiones: en las edades pasadas, y cuando volvía sus ojos oscurecidos con el llanto hacia su abandonado templo y hacia su patria perdida, esclavo del babilonio, un gran conquistador, anunciado por sus profetas, le había redimido del cautiverio y le había devuelto a un tiempo mismo su templo y su patria; no era, pues, cosa extraña, sino antes muy natural, que aguardara una nueva redención y un nuevo Libertador que quebrantara para siempre en su cerviz la dura cadena de Roma».



Si no hubiera habido más que esto, las gentes despreocupadas y entendidas de aquella edad hubieran dejado caer probablemente estos rumores, como hicieron con los pasados, hasta que el tiempo, ese gran ministro de la razón humana, los hubiera desvanecido por los aires; pero no sé qué hado funesto dispuso de otra manera las cosas; porque sucedió que Jesús (éste era el nombre de la persona de quien se contaban tan grandes prodigios) comenzó a enseñar una nueva doctrina y a obrar obras espantables. Su audacia o su locura llegó a punto de llamar hipócritas y soberbios a los soberbios e hipócritas, y blanqueados sepulcros a los que eran sepulcros blanqueados. La dureza de sus entrañas fue tan grande, que aconsejó a los pobres la paciencia, y escarneciéndolos después, celebró su buena ventura. Para vengarse de los ricos, que le tuvieron siempre en menos, les dijo: «Sed misericordiosos». Condenó la fornicación y el adulterio, y comió el pan de los fornicadores y adúlteros. Desdeñó, tan grande era su envidia, a los doctores y a los sabios; y conversó, tan ruines eran sus pensamientos, con gentes rudas y groseras. Fue tan extremado en el orgullo, que se llamó el Señor de las tierras, de los mares y de los cielos; y fue tan consumado en las artes de la hipocresía, que lavó los pies a unos pobres pescadores. A pesar de su austeridad estudiada, dijo que su doctrina era amor; condenó el trabajo en Marta y santificó el ocio en María; estuvo en relaciones secretas con los espíritus infernales, y por precio de su alma recibió el don de los milagros. Las turbas le seguían, y le adoraban las muchedumbres.



Como se ve, a pesar de su buena voluntad, no podían permanecer por más tiempo impasibles los guardadores de las cosas santas y de las prerrogativas imperiales, responsables como eran, por razón de sus oficios, de la majestad de la religión y de la paz del Imperio. Lo que les movió principalmente a salir de su reposo fue el aviso que tuvieron de que, por una parte, una grande multitud de gentes había estado a punto de proclamar a Jesús Rey de los judíos; y por otra, se había llamado a sí mismo Hijo de Dios y había intentado apartar a los pueblos del pago de los tributos.



El que tales cosas había dicho, y el que tales obras había obrado, era necesario que muriera por el pueblo. Faltaba sólo justificar estos cargos y aclarar debidamente estos puntos. Por lo tocante a los tributos, como fuese preguntado sobre el particular, dio aquella célebre respuesta con que desconcertó a los curiosos diciéndoles: «Dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César»; que fue tanto como decir: «Os dejo vuestro César, y os quito vuestro Júpiter». Preguntado por Pilato y por el gran sacerdote, ratificó su dicho, afirmando de sí que era el Hijo de Dios; pero que no era de este mundo su reino. Entonces dijo Caifás: «Este hombre es culpable y debe morir». y Pilato al revés: «Dejad libre a este hombre, porque es inocente».



Caifás, gran sacerdote, miraba la cuestión desde el punto de vista religioso; Pilato, hombre lego, miraba la cuestión desde el punto de vista político. Pilato no podía comprender qué tenía que ver el Estado con la religión, César con Júpiter, la política con la teología; Caifás, por el contrario, pensaba que una nueva religión trastornaría el Estado, que un nuevo Dios destronaría al César, y que la cuestión política iba envuelta en la cuestión teológica. La muchedumbre pensaba instintivamente como Caifás, y en sus roncos bramidos llamaba a Pilato enemigo de Tiberio. La cuestión quedó en este estado por entonces.



Pilato, tipo inmortal de los jueces corrompidos, sacrificó el justo al miedo, y entregó a Jesús a las furias populares, y creyó purificar su conciencia lavándose las manos. El Hijo de Dios subió a la cruz lleno de vilipendios y ludibrios: allí se levantaron contra Él, con sus manos y con sus bocas, los ricos y los pobres, los hipócritas y los soberbios, los sacerdotes y los sabios, las mujeres de mala vida y los hombres de mala conciencia, los adúlteros y los fornicadores. El Hijo expiró en la cruz pidiendo por sus verdugos y encomendando su espíritu a su Padre.



Todo entró por un momento en reposo; pero después viéronse cosas que aún no habían visto los ojos de los hombres: la abominación de la desolación en el templo; las matronas de Sión maldiciendo su fecundidad; los sepulcros hendidos; Jerusalén sin gente; sus muros por el suelo; su pueblo disperso por el mundo; el mundo en armas; las águilas de Roma dando al aire míseros alaridos; Roma sin Césares y sin dioses; las ciudades despobladas, y poblados los desiertos; por gobernadores de las naciones, hombres que no saben leer, vestidos de pieles; muchedumbres obedeciendo a la voz de aquel que dijo en el Jordán: «Haced penitencia», y a la voz de aquel otro que dijo: «El que quiera ser perfecto, que deje todas las cosas, que tome su cruz y me siga»; y los reyes adorando la Cruz, y la Cruz levantada en todas partes.



¿Por qué tan grandes mudanzas y trastornos? ¿Por qué tan grande desolación y tan universal cataclismo? ¿Qué significa eso? ¿Qué sucede? Nada: que unos nuevos teólogos andan anunciando una nueva teología por el mundo.

Juan Donoso Cortés; Ensayo sobre el Catolicismo, el Liberalismo y el Socialismo; Libro I, cap. I

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