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viernes, 25 de julio de 2008

La Batalla de Clavijo

JOSÉ JAVIER ESPARZA
 
En la Historia de la Reconquista hay un acontecimiento capital: la batalla de Clavijo, en 844. Fue allí donde el apóstol Santiago se apareció, armado, para ayudar a los cristianos en su lucha contra el islam. Aquella batalla actuó sobre las huestes hispanas como un revulsivo. Entre otras cosas, permitió poner fin al oprobioso tributo de las cien doncellas cristianas que los musulmanes exigían como prenda de paz. Hoy casi todo el mundo está de acuerdo en que la batalla de Clavijo, propiamente dicha, no existió. Pero sabemos que en torno al 850 hubo intensos combates en esa misma zona, y el hecho es que la memoria de Clavijo acompañó a los españoles durante siglos. ¿Qué pasó? ¿Fue todo una invención? No. Vamos a contarlo. 
 
Lo que sabemos de Clavijo se lo debemos a un documento del siglo XII, es decir, muy posterior a los hechos. En él, un canónigo de la catedral de Santiago, de nombre Pedro Marcio, dice copiar otro documento del siglo IX donde el rey Ramiro I establece el voto de Santiago, es decir, una serie de donaciones a la sede de Compostela en acción de gracias por aquella batalla. Ese documento de Pedro Marcio ha sido muy discutido por sus errores históricos y cronológicos. En todo caso, en su momento fue tomado por testimonio veraz. Y en las primeras historias de la Reconquista –las de los obispos Lucas de Tuy, el Tudense, y Jiménez de Rada, ambas del siglo XIII-, se otorga a la batalla de Clavijo un valor esencial. ¿Qué pasó allí?
 
Tiempos duros para la cristiandad
 
Coloquémonos en el momento preciso. Estamos a mediados del siglo IX. Los musulmanes han consolidado sobradamente su dominio en España; entre otras razones, por la conversión al islam de buena parte de la vieja elite visigoda. Han quedado fuera de su alcance Galicia, León Asturias, Cantabria y las vascongadas; es aquí, en la cornisa cantábrica, donde los cristianos se organizan. Son territorios pobres; cuando la población crezca, el paso al sur, hacia el valle del Duero, se convertirá en un imperativo general. El interés de los musulmanes por esos territorios norteños es limitado: con el valle del Duero convertido en un desierto, sin nada que sacar de allí, los moros se contentarán con controlar la frontera castigando, eso sí, a las tierras cristianas con ocasionales campañas de saqueo. Las cosas son distintas en el este de la zona cristiana, en la confluencia de La Rioja, Navarra, Castilla y Aragón. En esta área, riquísima, se cruzan rutas comerciales que datan de tiempos de los romanos. Navarra y Aragón están bajo control musulmán; lo que empieza a ser Castilla, ya no.
 
Fijémonos en la España musulmana. Desde hace unos años -desde 822, exactamente- reina allí Abderramán II, un monarca nacido ya en España, en Toledo. La España musulmana se ha visto sometida a fuertes tensiones tribales, entre clanes hostiles, y también a severas convulsiones sociales por la recaudación de impuestos. Pero Abderramán II, un político de gran estilo, ha resuelto esos problemas con una singular mezcla de tacto y violencia. El cuarto emir omeya de Córdoba ha sabido poner en orden las grandes posibilidades del país: Al-Andalus es fuerte y próspera. Incluso en el plano religioso, ha logrado sojuzgar los levantamientos mozárabes. Abderramán II se siente dueño de la península, y con razón.
 
Fijémonos ahora en la España cristiana: hambre y guerra. En Asturias reina Ramiro I, un hombre con temperamento de cruzado. El reinado de Ramiro I, muy breve (842-850), transcurre entre guerras ora contra los árabes, ora contra los normandos. Este Ramiro I, cuyo estandarte es una cruz roja en fondo blanco, es el que crea la primera orden de Caballeros de Santiago, y también el que levanta las iglesias de Santa María del Naranco y San Miguel de Lillo. A partir de él, la corona será hereditaria, ya no electiva. La España cristiana vive bajo la amenaza permanente del poder musulmán. Esa amenaza se hace particularmente viva en una zona concreta: entre Álava, La Rioja y La Bureba de Burgos, en el este del reino, donde la presión musulmana es más fuerte. Esa será el escenario de nuestra historia.
 
De las cien doncellas a Santiago 
 
Dejemos que ahora hable la leyenda. En aquel tiempo, los poderosos moros habían impuesto a los cristianos un tributo vergonzoso: la entrega anual de cien doncellas. A cambio, los musulmanes no atacarían a los reyes que accedieran al pacto. Este tributo se remontaría al año 738, cuando Mauregato lo aceptó. Desde entonces, sucesivos reyes cristianos habían peleado para abolirlo. Así lo contó, mucho después, Alfonso X el Sabio:
 
“Así como cuenta la Historia, fue que los moros supieron que había muerto el rey don Alfonso el Casto, que era rey muy esforzado y fuerte y aventurado en batallas, y mucho los había quebrantado con lides y correrías. Y supieron los moros que en su lugar reinaba el rey don Ramiro, y pensaron que éste les tendría miedo, porque era el poder de los moros muy grande en España, y que, teniéndoles miedo, les daría lo que los moros pidiesen para que no hubiera guerra y le dejasen en paz. Y así los moros pidieron a Ramiro que cada año les diese cincuenta doncellas de las más hidalgas para casarlas, y otras cincuenta del pueblo para solaz y deleite de los moros. Y que estas cien doncellas fueran todas vírgenes.”

 
Pero Ramiro I, contra lo que los moros pensaban, no estaba dispuesto a aceptar semejante oprobio. De manera que el rey asturiano, con su estandarte de la cruz, convocó a los caballeros cristianos, se puso él mismo al frente y marchó en busca de los musulmanes allá donde más crítica era la amenaza: en la Rioja. Los moros, que andaban entonces enredados en las frecuentes querellas de la Navarra musulmana, disponían de un gran ejército. Y dicen las crónicas que a la cabeza del ejército moro se hallaba nada menos que el propio emir, Abderramán II.
 
Cuando los cristianos llegaron a la altura de Nájera y Albelda, se toparon con una sorpresa atroz: un innumerable ejército moro, compuesto tanto por tropas peninsulares como por levas de Marruecos. Los cristianos se batieron con bravura, pero la superioridad mora era manifiesta. Acosados por todas partes, los caballeros se vieron forzados a refugiarse en el castillo de Clavijo, en Monte Laturce. Era el 23 de mayo de 844. Hay que imaginarse a las huestes cristianas, ya muy mermadas, recluidas al caer la noche, al borde de la desesperanza. Pero fue entones cuando, en el duermevela de la derrota, el rey Ramiro tuvo una visión. Dejemos que él mismo nos lo cuente, según el citado documento de Pedro Marcio:
 
Y estando yo durmiendo, se dignó aparecérseme, en figura corporal, el bienaventurado Santiago, protector de los españoles; y como yo, admirado de lo que veía, le preguntase ¿quién era?, me aseguró ser el bienaventurado apóstol de Dios, Santiago. Poseído yo entonces de mayor asombro, que en modo extraordinario me produjeron tales palabras, el bienaventurado apóstol me dijo:

 
“¿Acaso no sabías que mi Señor Jesucristo, distribuyendo las otras provincias del mundo a mis hermanos, los otros apóstoles, confió por suerte a mi tutela toda España y la puso bajo mi protección? (...) Buen ánimo y ten valor, pues yo he de venir en tu ayuda y mañana, con el poder de Dios, vencerás a toda esa gran muchedumbre de enemigos por quienes te ves cercado. Sin embargo, muchos de los tuyos destinados al descanso eterno recibirán la corona del martirio en el momento de vuestra lucha por el nombre de Cristo. Y para que no haya lugar a duda, tanto vosotros como los sarracenos, me veréis sin cesar vestido de blanco, sobre un caballo blanco, llevando en la mano un estandarte blanco. Por tanto, al punto de rayar el alba, recibido el sacramento de la penitencia con la confesión de los pecados, celebradas las Misas y recibida la Comunión del Cuerpo y la Sangre del Señor, no temáis acometer a los escuadrones de los sarracenos, invocando el nombre de Dios y el mío, teniendo por cierto que ellos caerán al filo de la espada”.
 
Dicho todo esto, desapareció de mi presencia la agradable visión del apóstol de Dios."

 
Ramiro –sigue diciendo la leyenda- se apresuró a contar su visión a todos: caballeros, obispos, menestrales. Al alba, las tropas cristianas, seguras de su victoria, acometieron a los sarracenos. Allí gritaron por primera vez unos españoles aquello de “¡Santiago!”. Y en el fragor del combate, en efecto, apareció el gran jinete blanco, estandarte blanco en caballo blanco, como un rayo de luz, para inclinar la victoria del lado de los cruzados. El día 25 de mayo, en la ciudad de Calahorra, el rey dicta en acción de gracias el voto de Santiago, que comprometía a todos los cristianos de la península a peregrinar a Santiago de Compostela portando ofrendas al apóstol.
 
¿Ocurrió esto así? Hace siglos que se cree que no. Las fuentes cronísticas oficiales de la época, tanto asturleonesas como musulmanas, no hacen referencia alguna a Clavijo; es como si esa batalla no hubiera existido jamás. Todas las menciones son muy posteriores. Ahora bien, la crónica Najerense habla de las campañas de Ramiro contra los árabes. Por su parte, las crónicas musulmanas de la época de Abderramán II hablan de campañas moras contra Álava. Y quizá lo más importante: unas y otras coinciden en señalar fuertes combates en el área riojana que nos interesa. Más concretamente, las fuentes asturleonesas cuentan que Ordoño I, el hijo de Ramiro I, cercó la ciudad de Albelda y estableció su base en el Monte Laturce, es decir, el mismo lugar donde la leyenda sitúa la batalla de Clavijo. Y los hallazgos arqueológicos no dejan lugar a dudas: en Albelda se combatió, y mucho.
 
En Albelda hubo, en efecto, una batalla o, más precisamente, dos: una en 852 y otra en 859. El contexto de ambas fue aquella lucha, a la que ya nos hemos referido, por el control de las vías de comunicación en el este de la España cristiana. Pero el rey cristiano de aquellas batallas no era Ramiro, sino su hijo Ordoño, y el jefe moro no era Abderramán II, sino Musa II, de los Banu Qasi, la poderosa familia hispanogoda conversa al islam. La primera batalla la ganaron los musulmanes, exactamente como, según la leyenda de Clavijo, le ocurrió a Ramiro I cuando apareció por la Rioja. Pero la segunda la ganaron los cristianos, también como le ocurrió a Ramiro. Lo que la leyenda condensa en veinticuatro horas de Ramiro I, pudo ser en realidad un lapso de siete años en la ofensiva reconquistadora de su hijo Ordoño.
 
La polémica entre los historiadores prosigue. Pero lo cierto es que, tras aquella segunda batalla de Albelda, el poder cristiano en el área se reforzó, y los musulmanes vieron frustrado su intento de consolidar una plaza fuerte en La Rioja. Ordoño, inmediatamente, procedió a amparar la repoblación masiva del área, designio que permaneció vivo en los años posteriores, y que terminaría asentando de manera definitiva la cruz en aquellas tierras. E igualmente cierto es que Santiago, a partir de entonces, siempre fue invocado por los españoles en apuros. Federico García Lorca lo escribió en unos versos muy hermosos. Dicen así:
 
"Dice un hombre que ha visto a Santiago
en tropel con doscientos guerreros;
iban todos cubiertos de luces,
con guirnaldas de verdes luceros,
y el caballo que monta Santiago
era un astro de brillos intensos.
Dice el hombre que cuenta la historia
que en la noche dormida se oyeron
tremolar plateado de alas
que en sus ondas llevóse el silencio.
¿Qué sería que el río paróse?
Eran ángeles los caballeros.
¡Niños chicos, cantad en el prado.
horadando con risas al viento!"

 
¿Historia o leyenda? Leyenda, sin duda, pero leyenda que muy pronto se hizo historia. Y que desde entonces forma parte entrañable de la conciencia histórica española.


De El Manifiesto.

sábado, 19 de julio de 2008

Las Navas de tolosa


 A cinco kilómetros de SANTA ELENA, el pueblo mas septentrional de la provincia de Jaén, junto al paso de DESPEÑAPERROS, existe un paraje donde los restos de armas antiguas son tan abundantes que durante siglos han surtido a los labriegos de la comarca del hierro necesario para la fabricación de sus herramientas. Es el campo de batalla de las Navas de Tolosa.

  El combate ocurrió en el año 1212, pero en realidad, toda la historia comenzó mucho antes. Cuando el califato de Córdoba se descompuso en un mosaico de pequeños estados (los llamados reinos taifas), los reinos cristianos del Norte aprovecharon la oportunidad para ampliar sus fronteras hasta el río Tajo y tomara Toledo. Los débiles reyezuelos de taifas tuvieron que comprar la paz y la protección de los monarcas cristianos pagando crecidos tributos anuales.

  Por aquel tiempo los almorávides, una confederación de tribus bereberes, habían forjado un poderoso imperio que se extendía por lo que hoy es Marruecos, Mauritania, parte de Argelia y cuenca del río Senegal. La creciente presión cristiana no dejaba más alternativa a los cada ves más débiles reyezuelos andalusíes que solicitar ayuda a los almorávides. Pero no se atrevían a dar este paso porque temían que sus rudos correligionarios del desierto se prendaran de las fértiles huertas y populosas ciudades de al-Andalus y se las arrebataran. Finalmente el rey Motamid de Sevilla se atrevió a dar el paso decisivo y firmó un pacto con el sultán almorávide. Prefería, alegó, ejercer de camellero en Africa a ser porquero en Castilla.

  Los almorávides enviaron un ejército que derrotó a los castellanos en Zalaca o Sagrajas (1086). Después ocurrió lo que se temía: barrieron a los reyezuelos de taifas, unificaron al-Andalus y lo incorporaron a su imperio. Como suele ocurrir, los fieros vencedores acabaron siendo conquistados por la superior cultura de los vencidos y los nuevos conquistadores se aficionaron al refinamiento de la sociedad hispanomusulmana, suavizaron sus costumbres y se civilizaron. Es decir, desde la óptica fundamentalista, se corrompieron. Hacia 1140 la fortaleza moral y el militarismo de los almorávides se habían mitigado tanto que su imperio se fraccionó y en al-Andalus volvió a aparecer una generación de pequeños reinos taifas tan débiles como los anteriores. La balanza del poder militar se inclinaba de nuevo hacia los reinos cristianos.

LA AMENAZA ALMOHADE

  La decadencia almorávide favoreció el surgimiento de un grupo beréber en los macizos del Atlas, que se rebeló contra los almorávides y formó una confederación de cábilas regentada por dos asambleas de jeques. Tras los violentos combates, los almohades conquistaron el norte de Africa y pusieron sus ojos en al-Andalus. Sus califas adoptaron el título de Miramamolín (Amir ul-Muslimin) o Príncipe de los Creyentes.

  Al rey Alfonso VII de Castilla no se le ocultaba el paralelismo de la nueva situación con la del período anterior. Por lo tanto se propuso evitar el fortalecimiento de los reinos de taifas o el intervencionismo, ya iniciado, de los almohades.

  Alfonso VII logró asegurarse los pasos que comunican Andalucía con la Meseta y en una audaz expedición conquistó el puerto de Almería (1147), pero a la postre la empresa resultaba excesiva para las fuerzas de Castilla e incluso para las del propio rey, que al regreso de una de sus expediciones se sintió enfermo y expiró un caluroso día de agosto bajo una encina del puerto de Fresneda, en Sierra Morena.

  Muerto el rey, toda su obra en Andalucía se desmoronó al instante y sus temores no tardaron en confirmarse. Los almohades atravesaron Sierra Morena y atacaron Castilla: el nuevo rey Alfonso VIII, intentó contenerlos en Alarcos (1195), pero sufrió una tremenda derrota.

  Después de Alarcos Castilla no tenía nada que oponer a la furia africana. Los almohades asaltaron la plaza fuerte de Calatrava, cuya guarnición pasaron a cuchillo, y alcanzaron en sus correrías hasta las puertas de Toledo y Madrid. La línea del Tajo apenas podía contenerlos. Sin embargo el prolongado esfuerzo de uno y otro bando y los aconteceres de la política interior del imperio almohade aconsejaron pactar. En 1197 Castilla y el Miramamolín concertaron una tregua de diez años.

  Alfonso VIII tenía, además, problemas con los reinos cristianos de León y Navarra: pactó con el rey de León para tener el flanco cubierto y luego cayó con todo su poder sobra los dominios de Sancho el Fuerte, rey de Navarra, su recalcitrante enemigo, al que obligó a firmar la paz.

  Después de las rencillas y guerras en el período anterior, el primer lustro del siglo XIII trajo laboriosa calma para todas las partes. Desde el desastre de Alarcos, Alfonso VIII solo vivía para preparar la revancha. En 1209, sintiéndose ya suficientemente fuerte, atravesó la frontera para atacar Jaén y Baeza mientras los freires de Calatrava iban contra Andújar. Después de este preludio bélico, los dos bandos preparaban la guerra.

  Alfonso VIII sólo contaba con la amistad de Aragón y tenía motivos para temer que León y Navarra atacarían su reino por el norte si concentraba su ejercito en el sur. Solamente el Papa podía garantizar la neutralidad de sus enemigos si declaraba Cruzada su guerra contra los almohades, lo que automáticamente obligaría a los otros reinos cristianos a respetar sus fronteras so pena de incurrir en excomunión.

  El Papa Inocencio III accedió. En los púlpitos se toda Europa se predicó la nueva Cruzada para mayo de 1212. Los que concurrieran e ella obtendrían plena remisión de los pecados. Además el Papa excomulgaría a cualquiera que pactara con los mahometanos y ordenó a los reyes cristianos que aplazaran sus discordias personales en favor de la magna empresa común.

  Por la parte almohade los preparativos no eran menos activos. Al-Nasir, el Miramamolín de los almohades, hijo del vencedor de Alarcos y de la esclava cristiana Zahar (flor), salió de Marraquech al frente de un gran ejercito en febrero de 1211. Al-Nasir tenía treinta años. Era, según una crónica árabe, alto, de tez pálida, barba rubia y ojos azules, valeroso, cauto y avaro. No hablaba mucho porque era tartamudo. Se decía que había jurado sobre el Corán conducir a sus tropas hasta Roma y abrevar sus caballos en el Tiber.

  El ejercito almohade se dirigió primero a Rabat y de allí a Alcazarquivir. Mientras tanto sus correos recorrían el imperio instando a los gobernadores a preparar lo necesario para la próxima y decisiva Guerra Santa. El ejercito almohade iba creciendo con las tropas que llegaban de su vasto imperio. Su magnitud planteaba problemas de administración y abastecimiento pero Al-Nasir procuraba enmendar lo yerros y estimulaba a sus colaboradores haciendo decapitar a los funcionarios incompetentes.

  Una potente escuadra aguardaba el ejercito en Alcazar Seguer. En mayo, las tropas cruzaron el Estrecho y desembarcaron en Tarifa adonde solícitos funcionarios de al-Andalus acudieron para homenajear al Miramamolín.

  Pasó un año antes de que los ejércitos se enfrentaran en una acción definitiva. En este tiempo Alfonso VIII hizo una cabalgada por Levante y llegó hasta el mar. Al-Nasir por su parte puso sitio a la plaza fuerte fronteriza de Salvatierra. La fortaleza resistió dos meses de riguroso asedio antes de entregarse. En este tiempo, dice un cronista, las golondrinas que habían anidado en la tienda de Al-Nasir, empollaron y sacaron sus crías a volar. Conquistada la plaza, el Miramamolín regresó a Sevilla e intensificó los preparativos guerreros.

  Poco después de caída Salvatierra falleció el infante Fernando de Castilla, todavía adolescente. La muerte de su hijo bienamado, que ansiosamente esperaba hacer sus primeras armas contra los almohades, apenó profundamente a Alfonso VIII. El rey buscó alivio a su dolor entregándose a una intensa actividad militar mientras duró el buen tiempo, y en invierno se enfrascó en los aspectos diplomáticos de la Cruzada.

LLEGAN LOS CRUZADOS

  En la primavera de 1212, los caminos de la Cristiandad se llenaron de cruzados cuya meta era Toledo. Los pobres iban a pie, mendigando por los caminos; los nobles, a caballo, seguidos de sus mesnadas. Entre ellos no sólo concurrían guerreros. También afluían muchedumbres fanatizadas de mujeres, jovenzuelos y personas inútiles para la guerra que acompañarían al ejército expedicionario compartiendo sus privaciones y sometidos a su suerte favorable o adversa.

  El primero en llegar fue el caballeroso Pedro II de Aragón, el amigo de Alfonso VIII, que aportaba tres mil caballeros con su correspondiente acompañamiento de peones. ¿Y los reyes de Navarra y de León? De estos no se esperaba que movieran un dedo para auxiliar a Alfonso VIII. Es más, el de Navarra sólo estaba esperando a que acabasen las treguas concertadas con Castilla para atacarla; el de León, por su parte, hizo saber que sólo se uniría a la Cruzada si le eran devueltos ciertos lugares y castillos fronterizos que reclamaba como suyos.

  A principios de junio llegaron cruzados de ultrapuertos, es decir los de fuera de la Península, capitaneados por el arzobispo de Narbona. Eran en su mayoría franceses aunque también los había italianos, lombardos y alemanes.

  El ejército almohade se puso por fin en movimiento. Subiendo por los antiguos arrecifes romanos y califales que remontan el Guadalquivir llegó a tierras de Jaén y ascendió en busca de los desfiladeros de Sierra Morena. Al-Nasir estaba bien informado sobre la actualidad y calidad de las tropas que se iban reuniendo en Toledo y procedía con cautela. En lugar de atravesar los pasos de Sierra Morena para enfrentarse a su enemigo en Castilla, como hizo su padre cuando lo de Alarcos, decidió mantenerse a la defensiva y dejar que fueran los cristianos los que hiciesen el viaje por la meseta castellana y los desfiladeros del Muradal. Así tendría de su parte dos elementos: el cansancio y desgaste de los cristianos al final de tan dura marcha y un favorable campo de batalla, puesto que os almohades ocuparían posiciones ventajosas y forzarían a los cristianos a aceptar el combate.

  Mientras tanto, en Toledo, los turbulentos huéspedes llegados de Francia no dejaban de causar problemas. El previsor arzobispo había dispuesto que los cruzados acampasen en terreno amable, entre huertas, a orillas del Tajo, apartados del núcleo de la ciudad; pero los extranjeros, sea porque no estaban tan habituados como los peninsulares a la convivencia y respeto con gente de otras religiones o culturas, o simplemente por impaciencia de la sangre y botín que esperaban conseguir en la Cruzada, asaltaron la judería toledana y la saquearon e incluso asesinaron a una parte de sus moradores, lo que llenó de pesar a Alfonso VIII.

  El 20 de junio, el ejército cristiano partió de Toledo camino del sur. En el cuerpo de vanguardia iban ultramontanos guiados por don Diego López de Haro. A los cuatro días de marcha avistaron la aldea y castillo de Malagón, que era de los moros. Inmediatamente se lanzaron al asalto, arrasaron el lugar e irrumpieron en el castillo que los defensores habían ofrecido entregar a cambio de que se respetaran sus vidas, trato común razonable muy al uso de las contiendas peninsulares. Pero los ultrapuertos, herederos de la tradición intolerante de las Cruzadas, pasaron a cuchillo a casi todos los defensores y refugiados que albergaba la fortaleza. Cumplida la jornada, acamparon allí mismo en espera del grueso del ejército con los reyes de Aragón y Castilla, que llegó al día siguiente, 254 de junio. Ya para entonces se manifestaban los problemas de abastecimiento que eran la plaga de toda expedición importante en aquella época.

  En aquella tierra que atravesaban los cristianos, casi despoblada y ayuna de recursos, estas privaciones se acentuaban. Con tales problemas llegaron a las márgenes del Guadiana y buscaron los vados para atravesarlo. En estos lugares de aguas poco profundas los almohades habían esparcido artefactos metálicos de cuatro puntas, los llamados abrojos, que se clavaban en los pies de los peones y caballos inutilizándolos para el combate. Con todo, los cristianos sortearon la vía fluvial que los separaba de Calatrava.

CALATRAVA, LA MANZANA DE LA DISCORDIA

  Calatrava era, y aún es en sus ruinas, una importante fortaleza que vigilaba el estratégico paso entre Andalucía y Castilla. En 1158, los templarios que la guardaban se reconocieron incapaces de contener el empuje musulmán y la abandonaron. Entonces un grupo de caballeros y de monjes cistercienses se establecieron en ella y la defendieron de los almohades. Esta fue el origen de la Orden de Calatrava, orden monástico-militar que el Papa aprobó en 1164. Sin embargo, a la muerte de Alfonso VII, el convento-fortaleza fue conquistado por los almohades.

  El ejército cruzado acampó cerca de Calatrava y durante tres días sus jefes estudiaron un plan de ataque. Todos estaban de acuerdo en que no era prudente dejar a sus espaldas una plaza tan importante y buen abastecida que, además, estaba defendida por el andalusí Abu Qadis, experto guerrero de la frontera. Por lo tanto debían tomar el castillo. El día 30 de junio lo atacaron violentamente y lograron conquistar su parte más accesible. Los defensores parlamentaron y Alfonso VIII les concedió franquicia para retirarse salvando sus vidas y algunos bienes. Este acuerdo indignó a los cruzados extranjeros que ya contaban con repetir la degollina de Malagón. Por otra parte, venían muy quejosos de las calores excesivas del mes de junio, de las arideces de la meseta y de las privaciones que desde hacía unos días venía sufriendo el ejército cristiano, a todo lo cual estaban más acostumbrados los peninsulares. Por estas causas, el 30 de junio, la mayoría de los extranjeros se retiraron de la Cruzada y regresaron a sus países de origen. Los más exaltados pretendían tomar Toledo, la capital desguarnecida de Castilla, para vengarse de Alfonso VIII, pero finalmente se conformaron con ir saqueando las juderías de las poblaciones por donde pasaban. Otros se dirigieron a Santiago de Compostela para ganar la peregrinación y no hacer el viaje en balde; todos, en fin, se perdieron por los caminos del Pirineo tal como habían aparecido. Un historiador calcula que la deserción de los ultramontanos redujo al ejército cristiano en un tercio de sus efectivos. La perdida mas grave no fue, sin embargo, el número, sino la calidad, pues muchos de ellos eran veteranos de guerra y soldados profesionales.

  En Calatrava, ya recuperada para su Orden, descansaron los ejércitos de Castilla y Aragón y se repusieron de hambres pasadas, pues habían encontrado la fortaleza bien avituallada. Allí se les unieron doscientos caballeros navarros al mando de Sancho el Fuerte, que había decidido deponer temporalmente su rencor y enemistad con el castellano para participar en la Cruzada.

  A dos jornadas de camino estaba Alarcos, a pocos kilómetros de la actual Ciudad Real. Muchos recuerdos tristes debieron de acudir a la memoria de Alfonso VIII a la vista de aquellos campos yermos. En ellos los almohades habían machacado literalmente a su flamante ejército diecisiete años atrás. Durante todo este tiempo el fantasma de Alarcos había perseguido al rey castellano, había mediatizado sus actos y había alimentado su sed de venganza. Otro responsable de Alarcos compartía los sentimientos de Alfonso VIII y volvía a contemplar con él, después de tantos años, el escenario de su desdicha: don Diego López de Haro, el belicoso señor de Vizcaya al que muchos hacían responsable de aquella infamante derrota. Después del abandono de los ultramontanos ninguno de los dos personajes estaría completamente seguro de no estar encaminándose a otro Alarcos de dimensiones aún mayores.

  Los días 7, 8, 9 de julio los cruzados acamparon a la vista de Salvatierra, otro antiguo castillo cristiano en poder de los musulmanes. Allí pasaron revista a sus efectivos y se prepararon para la batalla.

  Mientras tanto llegaban informes del ejército almohade. Al-Nasir esperaba a los cristianos a pocos kilómetros de allí, al otro lado de las gargantas del Muradal, donde había montado sus campamentos en estratégicas posiciones.

  El grueso del ejército almohade se había asentado frente al desfiladero de la Losa, garganta rocosa tan áspera y difícil que "mil hombres podrían defenderla de cuantos pueblan la tierra". El ejército cristiano había de recorrer forzosamente este camino.

  El día 11, los cristianos acamparon en las Fresnedas. Don Diego López de Haro envío a su hijo don Lope con un destacamento a las alturas del puerto del Muradal, hoy Despeñaperros, para que reconociese el terreno y ocupase la pequeña meseta que allí existe. Los expedicionarios ganaron rápidamente las alturas y avistaron el castillo de Ferral, adelantado de Sierra Morena, donde se había instalado la avanzada almohade que vigilaba el desfiladero de la Losa. En cuanto descubrieron a los cristianos, los almohades salieron a hostigarlos.

  Al día siguiente, 12 de julio llegó el ejército cristiano al pie de Sierra Morena y nuevas tropas reforzaron a la vanguardia instalada en la meseta del Muradal. Al amanecer del día 13, el resto del ejército se les unió y acampó en la llanada. Los vigilantes almohades abandonaron prudentemente el castillo del Ferral y se replegaron hacia el sur.

  Los dos ejércitos estaban separados solamente por el desfiladero de la Losa fuertemente custodiado por los almohades. La situación de los cristianos era delicado. Sus enemigos podrían hacer, son dificultad, una carnicería de cualquier ejército que se aventurase por aquellas angosturas. Por otra parte, el paraje donde habían acampado los cruzados era áspero e inhóspito.

  Quizá lo más sensato fuera abandonarlo lo antes posible y bajar de nuevo al llano porque, además, los víveres escaseaban nuevamente. Avanzar hacia el ejército almohade a través de la mortal ratonera de la Losa era suicida. Hubo consejo de reyes y señores. Los más prudentes proponían desandar lo andado, descender al pie de la sierra y buscar otro paso que atravesara las montañas.

  Pero Alfonso VIII temía que esta retirada acabara por agotar y desmoralizar a sus huestes. Por otra parte, lo más probable era que los almohades guardaran igualmente todos los pasos de la comarca. No había alternativa. Tratarían de forzar el desfiladero de la Losa yendo en línea hacia el enemigo. La perspectiva de repetir lo de Alarcos debió de amargar aquel día a muchos veteranos.

EL PASTOR DE LAS NAVAS

  Los cristianos necesitaban un milagro y el milagro ocurrió. Al menos eso sostiene la tradición. Ante Alfonso VIII se presentó un pastor que decía conocer un paso seguro que los almohades no vigilaban. Nada se perdía con probar. Don Diego López de Haro y un destacamento de exploradores acompañaron al rústico que los llevó primero hacia el oeste y luego hacia el sur, a través de los actuales parajes del Puerto del Rey y Salto del Fraile. Así fueron a salir, esquivando los relieves más comprometidos de aquellas montañas, a la explanada de la Mesa del Rey, donde se establecieron. Don Diego López de Haro comunicó al rey que el paso del pastor era perfecto, justamente lo que necesitaban. En cuanto amaneció el día siguiente, el grueso del ejército levantó el campamento y fue a acampar en la Mesa del Rey.

  Por fin se encontraban los dos inmensos ejércitos frente a frente sin obstáculo natural que los separase. Perdida su ventaja inicial, Al-Nasir decidió plantear la batalla lo antes posible para evitar que los cansados cristianos y sus caballos se repusieran de las fatigas de la caminata. Formó pues a su ejército en orden de combate, se situó favorablemente sobre el terreno y envió columnas de caballería y arqueros para que hostigaran a los cristianos en sus posiciones. Pero los reyes cristianos no mordieron el anzuelo y la actividad bélica de la jornada se redujo a pequeñas escaramuzas sin importancia.

  Al día siguiente, domingo, 15 de Julio los almohades amanecieron formados en orden de combate y se mantuvieron de esta guisa hasta mediodía, pero los cristianos eludieron nuevamente el encuentro y se contentaron con escaramuzar. Los adalides de uno y otro bando analizaban la fuerza y disposición del adversario y tomaban las medidas oportunas para asegurarse la mejor fortuna en la batalla campal que se avecinaba.

LOS EJÉRCITOS ENFRENTADOS

  Pocos conseguirían conciliar el sueño en los campamentos de las Navas la noche del día 15 de Julio de 1212. Unos y otros contemplarían el parpadeo de las luces del campamento enemigo mientras esperaban impacientes la amanecida del día decisivo. Todavía era de noche cuando en el campamento cristiano circuló la orden de prepararse para el combate. Pasaron los clérigos administrando la absolución a los cruzados que aprestaban arreos y armas.

  Cuando clareo el día ya se habían desplegado las fuerzas. En el campo cristiano tres cuerpos de ejército dispuestos en línea ocupaban la llanura. El central estaba formado por las tropas de Castilla; a su izquierda, las de Aragón con Pedro II al frente y a la derecha los navarros de Sancho el Fuerte. Las dos alas habían sido forzadas con tropas de varios concejos castellanos. Cada uno de estos cuerpos estaba a su vez dividido en tres líneas ordenadas en profundidad.

  La vanguardia del cuerpo central, que sería el eje de la lucha, iba mandada por el veterano don Diego López de Haro. En la segunda línea se ordenaban los caballeros templarios, al mando del Maestre de la Orden, Gómez Ramírez; los caballeros hospitalarios, los de Uclés y los de Calatrava.

  En la retaguardia iba Alfonso VIII acompañado por el arzobispo de Toledo y otra media docena de obispos castellanos y aragoneses y probablemente también por el arzobispo de Narbona. Los nobles caballeros y freires de las órdenes militares eran guerreros profesionales y se hacían acompañar de peones y servidores igualmente experimentados, pero a las tropas de los concejos, aportadas por las ciudades castellanas, les faltaba experiencia guerrera y entrenamiento. Por eso se había dispuesto que combatieran mezcladas con las tropas profesionales. De este modo la calidad sería más homogénea y la infantería y la caballería se prestarían mutuo apoyo.

  El ejército almohade presentaba también tres cuerpos: en el primero un núcleo de tropas ligeras; en el segundo, el heterogéneo conjunto del ejército integrado por voluntarios de todo el dilatado imperio, incluyendo a los contingentes de al-Andalus; en la retaguardia, los almohades propiamente dichos ocupando la ladera del cerro de los Olivares en cuya cima Al-Nasir había plantado su emblemática tienda roja, en el centro de una fortificación de campaña construida por una amplia empalizada de troncos unidos y reforzados por cadenas. Este ingenio desempeñaba el papel de las alambradas en la guerra moderna. Defendía la empalizada una nutrida guardia de voluntarios armados de picas, arcos y hondas. Es de notar que muchos de éstos estaban atados por los muslos y enterrados hasta las rodillas. Al-Nasir, sentado sobre su escudo a la puerta de la tienda, leía el Corán e impetraba la protección de Alá en el apurado trance de aquella batalla decisiva.

UNA INFINITA MUCHEDUMBRE

  ¿Cuantos combatientes se enfrentaron en las Navas de Tolosa? Los cronistas árabes hablan de seiscientos mil combatientes musulmanes y de una innumerable muchedumbre de cristianos. Los cristianos se refieren a casi doscientos mil jinetes musulmanes y la consabida infinita muchedumbre de peones. Modernos estudiosos de la batalla cifran los efectivos almohades entre 100000 y 150000 combatientes (probablemente el primer número se más exacto que el segundo) y los cristianos entre 60000 y 80000. Incluso admitiendo las cifras más modestas, hemos de reconocer que el choque debió ser de los más espectaculares y sangrientos de la historia medieval.

  En general puede decirse que los cristianos estaban mejor armados que los musulmanes, especialmente en lo tocante a armamento defensivo: escudos, cotas de malla y yelmos de metal o cuero. El ofensivo abarcaba una amplia panoplia: lanza, espada, cuchillo, maza o hacha, alabarda, arco y honda. Por la parte almohade el armamento defensivo se limitaba prácticamente al escudo. Sus peones iban provistos de lanzas y espadas, azagayas, arcos y hondas. El predominio de las armas arrojadizas en el campo musulmán se refleja en las enormes reservas de flechas y venablos que cayeron en manos de los cristianos. El arzobispo de Narbona calculó que dos mil acémilas no serían suficientes para transportar las cajas de flechas encontradas.

  La táctica empleada por los ejércitos almohade y cristiano se basaba en concepciones del arte militar diametralmente opuestas y ambas igualmente eficaces. Por la parte cristiana, Alfonso VIII había tenido mucho tiempo para meditar sobre las enseñanzas de Alarcos. Además conocería las contramedidas que los cruzados habían desarrollado en Siria y Palestina para hacer frente a similares tácticas musulmanas. Frente al formidable bloque de la caballería cristiana que cargaba frontalmente en compacta formación, los musulmanes oponían tropas ligeras capaces de dispersarse ágilmente en todas direcciones, hurtando el blanco a la acometida enemiga, para luego agruparse y desplazándose rápidamente, envolver el enemigo y devolver el golpe en sus puntos vulnerables, la retaguardia y los flancos. Algo parecido ocurrió en Alarcos: los almohades desorganizaron las tropas de los concejos que formaban las alas del ejército castellano y rodearon al núcleo de la caballería atacándolo por los lados. Por eso, en las Navas, Alfonso VIII dispuso que los concejos combatieran mezclados con guerreros profesionales, freires o caballeros. Además reforzó convenientemente los bordes exteriores de las alas.

  El plan de combate de los reyes cristianos debía algo a la experiencia ajena, a los cruzados de Siria. Después del encuentro de Doriela, que enfrentó por vez primera en batalla campal a cruzados y turcos en 1097, los cristianos desarrollaron nuevas tácticas para evitar que las ligeras y ágiles tropas musulmanas los cercaran. Bohemundo, el gran táctico cristiano, ideó proteger los flancos del ejército con obstáculos naturales, conservar la formación cerrada para evitar el desmoronamiento de las líneas y sobre todo, mantener un cuerpo de reserva con el que atacar al enemigo cuando intentara cercar al cuerpo principal. En Palestina, la reserva era mandada por Bohemundo personalmente. En las Navas de Tolosa vemos a Alfonso VIII al frente del cuerpo de retaguardia. De la oportuna intervención de esta reserva, ni demasiado pronto ni demasiado tarde, dependía el resultado de la batalla.

EL EJERCITO DE AL-NASIR

  El dispositivo almohade no era menos formidable que el cristiano. Tropas de las más variadas procedencias, representantes de cada cábila y tribu del imperio, habían convivido durante un año y medio y se habían preparado para este encuentro. El plan de batalla almohade era simple, tópico y efectivo.

  Primero sus tropas ligeras desorganizarían y cansarían al enemigo. En la vanguardia pondría sus peores tropas, la muchedumbre de fanáticos voluntarios árabes, bereberes, almohades y andalusíes atraídos por la Guerra Santa, los que aspiraban a ganar el Paraíso. Mientras los cristianos se cebaban en esta carne se cañón y la perseguían hasta posiciones desventajosas, los hábiles arqueros de Al-Nasir sembrarían la muerte en las líneas castellanas. Cuando el enemigo estuviera cansado y en terreno desventajoso, entrarían en combate los almohades para dar el golpe de gracia. Si alguna carga de los cruzados llegaba hasta el cuerpo de zaga o retaguardia almohade, las formidables defensas de su palenque y la guardia bastarían para detenerla.

  Los componentes de la guardia del palenque no eran, como sostiene la tradición historiográfica cristiana, desgraciados esclavos negros encadenados unos con otros para evitar su huida y obligados a combatir hasta la muerte. Más probablemente se trataba de fanáticos voluntarios, los llamados imesebelen (desposados) los que, ligados por un juramento, ofrecían sus vidas en defensa del Islam y se hacían atar por las rodillas para asegurarse de que se sacrificarían llegado el caso. La de los imesebelen es una institución que ha perdurado hasta nuestros días. Escribe Huici: "Los franceses han sido muchas veces testigos de su valor en las campañas argelinas. En 1854 dos columnas francesas penetraron en la Gran Cabilia y encontraron soldados desnudos hasta la cintura, vestidos tan sólo con un calzón corto y atados unos a otros por las rodillas para no huir: eran los imesebelen a quienes había que rematar a bayonetazos sin conseguir que se rindiesen"

  Una fuente árabe sostiene que en las Navas combatieron diez mil arqueros Agzaz. Esta tribu de arqueros turcos había llegado al imperio almohade, vía Egipto, unos veinticinco años atrás. El padre de Al-Nasir, el vencedor de Alarcos, uno de los más expertos generales de su tiempo, los incorporó a su ejército y los pagaba espléndidamente. El secreto de los arqueros turcos radicaba en sus arcos especialmente potentes y en la táctica que empleaban. Podían disparar con el caballo a todo galope y en cualquier dirección. Fueron, en Siria y Palestina, la pesadilla de los cruzados hasta que estos desarrollaron tácticas capaces de contrarrestar sus ataques. Es evidente que los servicios de información de ambos ejércitos funcionaban a la perfección y que cada bando conocía de antemano los efectivos del contrario y el uso que probablemente haría de ellos. Los dos estados mayores tomaron las contramedidas oportunas, aunque el cristiano se probó más acertado al adoptar las tácticas avaladas por los cruzados en Oriente.

COMIENZA LA BATALLA

  Cuando amaneció, los dos ejércitos estaban formados frente a frente a una cierta distancia. En la vanguardia del cristiano, capitaneando sus tropas de choque, don Diego López de Haro escuchaba esta advertencia de labios de su hijo: "Padre, que lo hagáis de modo que no me llamen hijo de traidor y que recuperéis la honra perdida en Alarcos". A lo que el viejo guerrero respondió: "Os llamaran hijo de puta, pero no hijo de traidor". (Lo decía don Diego porque su esposa era de costumbres libres y lo había abandonado.) Don Lope prometió a su padre: "Seréis guardado por mi como nunca lo fue padre de hijo, y en el nombre de Dios entremos en batalla cuando queráis".

  La caballería cristiana capitaneada por don Diego cargó por la pendiente de la Mesa del Rey abajo al encuentro enemigo. El terreno era difícil, cubierto de monte bajo, arbolado y tajado por un barranco. Al choque, las avanzadas musulmanas se deshicieron y dispersaron como si huyeran, sin dejar ni un muerto en el campo, y los cristianos prosiguieron su galopada en busca del blanco firme que se ofrecía en los altozanos contiguos, donde estaba apostada una muchedumbre. Allí se produjeron los primeros choques pero los atacantes atravesaron esta segunda línea sin mayor dificultad y todavía les quedó impulso para arremeter contra el grueso del ejército almohade.

  El terreno favorecía a los musulmanes, que estaban en alto. Los cristianos llegaban a ellos cansados por la cabalgata y desorganizados por los previos encuentros. Por otra parte, las tropas que los esperaban eran de mejor calidad que las de vanguardia. No sólo rechazaron el ataque fácilmente sino que contraatacaron pendiente abajo con gran grita y ruido de los tambores de la zaga y obligaron a los cristianos a ceder terreno. Las tropas de los concejos comenzaron a desmayar, la situación no podía sostenerse ni siquiera con los refuerzos que llegaban de la segunda línea de los cruzados. Fatalmente la vanguardia cristiana se había desorganizado y desmoronado ante el empuje almohade.

  Hasta este punto rodo parecía desarrollarse con arreglo a la estrategia musulmana. Desde su puesto en la tercera línea, el rey Alfonso VIII contemplaba, entre la polvareda lejana, la retirada de las banderas de sus tropas. Creyó distinguir entre ellas el pendón de don Diego López de Haro y volviéndose al arzobispo de Toledo que a su vera estaba, comentó con disgusto: "Mirad como vuelve la seña de don Diego" Andrés Roca, ciudadano del concejo de Medina del Campo, escuchó lo que el rey decía y le replicó: "Cierto no es aquella la seña de don Diego, mas mirad adelante y veréis vuestra seña y don Diego con la suya. Los que huyen los villanos somos, que los hidalgos no, que aquella que huye la seña es de Madrid". Por menospreciarlos ante el rey con estas palabras, los aludidos asesinarían luego a Andrés Roca.

  Don Diego y los suyos se mantenían a pie firme sin ceder terreno, pero era evidente que las dos primeras líneas cristianas, asaltadas desde mejores posiciones por los veteranos almohades y penetradas y envueltas por caballería ligera del enemigo, se hallaban en desesperada situación, desorganizadas y al borde del colapso. Además, ofrecían un blanco casi inmóvil a los arqueros y hondero se Al-Nasir. Estaba claro que las fuerzas cristianas en liza no podrían, por si solas, salvar la situación. Alfonso VIII creyó llegado el momento de dirigir la carga decisiva, de cuyo resultado dependía la suerte de la jornada.

  Según la crónica, el rey dijo al arzobispo de Toledo: "Arzobispo, vos y yo aquí muramos". Y sin más plática cargaron al frente de la tercera línea para socorrer a los que estaban batallando en la ladera del palenque del Miramamolin. Al propio tiempo, sincronizando su movimiento con el del cuerpo central, entraban en combate las reservas de las alas, al mando de los reyes de Aragón y Navarra.

LA CARGA DE LOS TRES REYES

  Tal como se había planteado el encuentro del lado cristiano, esta carga tenía que ser la última y decisiva. De que fuese capaz de perforar todo el dispositivo almohade dependía la suerte final de la batalla. Si era frenada y perdía su conexión hasta verse infiltrada y desorganizada por los elementos ligeros musulmanes, como había ocurrido con los destacamentos precedentes, era seguro que la nueva derrota dejaría en mantillas al desastre de Alarcos. Los historiadores cristianos rodean la acción de Alfonso VIII de una aureola de heroísmo, como si en el supremo instante su decisión y valentía personal hubiesen salvado una batalla que estaba perdida. En realidad, como estamos viendo, la batalla no estaba decidida sino que iba discurriendo, por uno y otro bando, con arreglo a planes preconcebidos y cuidadosamente ejecutados.

  Los cruzados jugaban su última carta que era la carga definitiva de cuy éxito todo dependía. A esta oponían los musulmanes la resistencia pasiva pero formidable de una de las fortificaciones de campaña calculadas para sustituir con ventaja la falta de una caballería pesada.

  La carga de los tres reyes enfiló su objetivo y cruzó el campo de batalla sin perder cohesión: con su ímpetu inicial apenas mermado llegó al palenque del Miramamolín. De aquel momento supremo y verdaderamente decisivo del combate apenas tenemos noticias fiables. Fuentes tardías sostienen que fue Sancho el Fuerte de Navarra el primero en romper las cadenas y pasar la empalizada, lo que justifica la incorporación de cadenas al escudo de Navarra, pero el caso es que las cadenas y palos ardiendo aparecen en los escudos nobiliarios de muchas casas que podrían blasonar igualmente de la hazaña. Lo más probable es que la empalizada, directamente atacada en toda su extensión, fuese penetrada simultáneamente por vario lugares. Los imesebelen sucumbieron en sus puestos, fieles a su promesa.

  El degüello dentro de la fortificación del Miramamolín fue terrible. El hacinamiento de defensores y atacantes en este punto y la coincidencia de estar dilucidando la suerte suprema de la batalla, espolearía el desesperado valor de unos y otros. Pero no existía en aquella época ninguna forma humana de detener una carda de caballería pesada cuando se abatía sobre un objetivo fijo y lograba el cuerpo a cuerpo (todavía no se había divulgado en Europa el arco largo galés y las armas de fuego que darán al traste con la caballería en los dos siglos siguientes, como en su momento veremos). En las Navas, los arqueros musulmanes, principal y temible enemigo de los caballeros, principalmente por la vulnerabilidad de sus caballos, no podrían actuar debidamente, cogidos ellos mismos en medio del tumulto. La carnicería en aquella colina fue tal que después de la batalla los caballos apenas podían circular por ella, de tantos cadáveres como había amontonados. El ejército de Al-Nasir se desintegró. En la terrible confusión cada cual buscó su propia salvación en la huida.

EL ALCANCE

  Lo que sucedió al enfrentamiento no fue menos terrible que el propio combate. El "alcance" que coronaba la batalla medieval dio comienzo. La caballería cristiana, dispersa en pequeños destacamentos, prosiguió su carrera alanceando y derribando a los fugitivos. La cifra de bajas almohades fue tan crecida porque en el alcance perecieron casi tantos hombres como en el combate propiamente dicho. Perseguidos y perseguidores atravesaron el abandonado campamento almohade y prosiguieron hacia el sur. Los fugitivos intentaban refugiarse en la fortaleza de Vilches, la más cercana al lugar de la batalla. Un cronista tardío escribe: "Hallaban a los moros en las encinas y en los alcornoques y allí les daban muchas lanzadas y así los derribaban".

  Los jefes cristianos habían prohibido, bajo pena de excomunión, dedicarse al saqueo de los despojos y campamento enemigos antes de que los almohades hubiesen sido completamente exterminados. Esta medida estaba plenamente justificada: sabían por experiencia que algunas batallas que parecían ganadas se comprometían o acababan en franca derrota por causa de la codicia de la soldadesca que , creyendo favorablemente decidido el combate, desatendía la lucha por saquear las tiendas de los vencidos.

  Sofocada toda resistencia almohade, los cruzados se precipitaron sobre el bien abastecido campamento enemigo, ya arrasado y en completa confusión, en busca de objetos valiosos, oro, plata, seda y vestidos, además de armas, caballos y vituallas. De todo hallaron en cantidad -- exagera probablemente el cronista-- que, aunque cada uno tomó lo que quiso, dejaron todavía mas de lo que cogieron.

  Mientras tanto, el arzobispo de Toledo y los otros obispos y clérigos que acompañaban a la expedición entonaron el Te Deum Laudamus en el mismo campo de batalla, en acción de gracias por la victoria.

  Antes de que anocheciera, los cristianos levantaron el campamento de la Mesa del Rey y lo trasladaron al emplazamiento donde había estado el campamento almohade. Luego sepultaron a sus muertos.

  Nadie contó los cadáveres de sarracenos que quedaron en el campo para pasto de alimañas. Los cronistas cristianos cifran los muertos en unos cien mil, lo que parece exagerado. Por el lado cristiano, hablan de veinticinco o treinta muertos, una cifra absolutamente inaceptable que sólo se explica por el deseo de revestir el encuentro con el carisma de lo milagroso. También aseguran que, a pesar de la espantosa carnicería producida, no se encontraron en el campo manchas de sangre. En cuanto al pastor que mostró a los cristianos un paso alternativo del desfiladero de la Losa, aseguran que era un ángel del cielo o San Isidro labrador en persona (otros dicen que era humano y se llamaba Martín Halaja).

A SANGRE Y FUEGO

  El ejército cristiano descansó en su nuevo campamento durante dos noches y un día. Durante este tiempo los vencedores alimentaron sus hogueras con lanzas, arcos y flechas almohades recogidos en el campo o en los depósitos capturados. A pesar de ello, sólo se pudieron deshacer de una mínima parte del material disponible.

  El miércoles 18, los cruzados trasladaron el campamento más al sur probablemente porque, con los valores de julio, la putrefacción de los cadáveres se había acelerado y el hedor llegaba a las tiendas. Algunos destacamentos tomaron los cercanos castillos de Vilches, Baños y Tolosa y degollaron a sus defensores y a los fugitivos de la batalla refugiados en ellos.

  Las noticias de estas matanzas sembraron el terror en la región. Cuando el ejército cristiano llegó a Baeza, tres días después de la batalla, encontró la ciudad despoblada e excepción de algunos ancianos e impedidos que se habían acogido a la mezquita mayor. Los conquistadores incendiaron el templo con cuanto contenía.

  Al día siguiente los cruzados cercaron Ubeda, ciudad populosa y bien defendida pero abarrotada de refugiados. Los cristianos dejaron pasar un día sin atacar, escrupulosos observadores del domingo, y el lunes 23 asaltaron las murallas por varios puntos simultáneamente. El Rey de Aragón consiguió desmoronar una torre minando sus cimientos. Los cruzados irrumpieron por la brecha e invadieron la ciudad. Los musulmanes que pudieron se refugiaron tras una segunda línea defensiva que cercaba el barrio alto de la ciudad y ofrecieron a los cristianos comprar la paz y sus vidas mediante fuerte rescate. Los tres reyes accedieron a cambio del pago de un millón de maravedíes en oro, una enorme suma imposible de reunir por los sitiados. Pero estos desgraciados tenían un problema aún mayor: las dignidades eclesiásticas que formaban parte de la expedición y velaban por el cumplimiento de sus ideales de cruzada hicieron saber que los cánones eclesiásticos prohibían todo trato con infieles. Por lo tanto Ubeda fue destruida y su población degollada después de espigar los que valían para esclavos.

  Con la base del sistema defensivo almohade completamente desmantelada parecía que la conquista del resto de Andalucía era empresa fácil y hacedera. Pero una epidemia de disentería, causada por la falta de higiene y el calor, a la que cabría añadir el agotamiento de la tropa (no sólo de la batalla y los asedios sino también de sus excesos con las moras cautivas), postraron en sus tiendas a gran número de cruzados. Hubo que suspender la expedición.

  Cubiertos de gloria y cargados de botín, los expedicionarios desandaron lo andado y regresaron a Castilla. La conquista de la fértil Andalucía quedaba aplazada para mejor ocasión.

  Alfonso VIII, embriagado por la gloria de su señalada victoria y cumplidamente vengado de Alarcos, entró triunfalmente en Toledo y derramó bienes y promesas sobre cuantos habían contribuido a la Cruzada. El rey de León, que no sólo no lo había apoyado sino que, aprovechando la escasa guarnición de la frontera castellana, le había tomado algunos lugares, temía que Alfonso VIII cayera sobre él con su victorioso ejército. Pero Alfonso generoso y magnánimo, no sólo le ofreció la paz sino que renunció a sus derechos sobre los lugares en disputa. A Sancho de Navarra, su enconado enemigo, que había asistido a las Navas, también le entregó los castillos y lugares fronterizos que codiciaba.

  La batalla de las Navas de Tolosa maraca un hito en la historia de España: alejó el peligro de una invasión musulmana de los reinos cristianos y contribuyó, aunque no de modo tan decisivo como se pretende, al desmembramiento y ruina del imperio almohade. Además hizo saltar el cerrojo de la puerta de Andalucía y consolidó la frontera castellana en Sierra Morena facilitando las grandes conquistas castellanas en el siglo XIII.

  Al-Nasir nunca se repuso del desastre de las Navas. Abdicó en su hijo, se encerró en su palacio de Marraquech y se entregó a los placeres y al vino. Murió, quizá envenenado a los dos años escasos de su derrota. Alfonso VIII sólo lo sobrevivió unos meses. Pedro II de Aragón, el rey caballero, pereció al año siguiente en la batalla de Muret, combatiendo a los cruzados que Inocencio III había convocado contra los herejes albigenses (Pedro II estaba auxiliando a su cuñado Raimundo IV de Tolosa), Sancho el Fuerte de Navarra sobrevivió veintidós años a la batalla. Al final de su vida, atacado de alguna especie de neurastenia "a causa de su mucha grossura y de la poca salud que tenía", se recluyó en su palacio de Tudela, donde permaneció encerrado hasta su muerte en 1234.

 

Juan Eslava Galán

Fuente.

jueves, 3 de julio de 2008

Los primeros de Filipinas (y II): Andrés de Urdaneta.



Andrés Ochoa de Urdaneta y Cerain (Ordicia,1 30 de noviembre de 15082 - Ciudad de México, 3 de junio de 1568) fue un militar, cosmógrafo, marino, explorador y religioso agustino español. Participó en las expediciones de García Jofre de Loaísa y Miguel López de Legazpi y alcanzó fama universal por descubrir y documentar la ruta a través del océano Pacífico desde Filipinas hasta Acapulco, conocida como Ruta de Urdaneta o tornaviaje.
 
Juventud

Vino al mundo en la localidad de Ordicia (entonces Villafranca), siendo sus padres don Juan Ochoa de Urdaneta y doña Gracia de Cerain, ambos de ilustre linaje. Juan de Urdaneta fue alcalde de Villafranca en 1511, y la madre debió tener relación familiar con el sector de las ferrerías, pues era pariente de Legazpi, y el propio Urdaneta reconocía a Andrés de Mirandaola como sobrino suyo. Aunque la tradición sitúa su lugar natal en el caserío de Oyanguren, parece más lógico suponer que se hallaba en el casco de la villa; Lope Martínez de Isasti reseña en su Compendio Historial de Guipúzcoa (1625) la existencia de una "casa de Urdaneta".

Emprendió sus estudios y destacó en las matemáticas, aparte del dominio del latín y la filosofía. Quedó huérfano pronto, pero ya había adquirido una buena formación. Sus padres querían que se dedicara a la vida eclesiástica, pero él resolvió que era mejor la militar, pues era más fácil alcanzar la fama y el bienestar por las armas. Por ello se alistó en el ejército, y bajo las banderas del emperador Carlos V participó en la Guerra Italiana de 1521-1526, alcanzando por su valor y dotes de mando el grado de capitán. No estuvo ocioso durante ese tiempo, pues en cuanto podía se daba a la lectura, por lo que con sus básicos conocimientos sobre las matemáticas, le permitieron el perfeccionar los de astronomía y cosmografía.

La expedición de Loaísa

En 1525, junto a Juan Sebastián Elcano forma parte de la expedición de García Jofre de Loaisa. Al fallecer Elcano, es uno de los testigos que firman su testamento. Tras la campaña de las Molucas, regresa a España, donde visita al Emperador y le entrega una memoria sobre esas islas.

De España pasa a México, donde profesa en la orden de San Agustín.

A pesar de estar ordenado, Felipe II ordena a Velasco, Virrey de México, que cuente con Urdaneta para la expedición a las islas de Poniente mandada por Legazpi. Urdaneta diseñó la ruta de regreso basándose en sus conocimientos científicos.

Para el regreso Urdaneta zarpó de San Miguel, en Filipinas, el 1 de junio de 1565 y llegó a Acapulco el 8 de octubre, tras haber recorrido 20.000 km en poco más de 4 meses.

Al llegar, Urdaneta descubrió que un miembro de su expedición, Alonso de Arellano, que se había separado de la flota apenas dejar el puerto, se había adelantado siguiendo el camino explicado por Urdaneta y había alcanzado el puerto de Navidad en agosto. Sin embargo, la falta de notas de Arellano sobre la ruta seguida y su innoble actuación hizo que el nombre de Urdaneta se asocie al recorrido. Durante el resto de los siglos XVI y XVII, las naves españolas, particularmente los galeones que recorrían anualmente el trayecto Acapulco-Manila-Acapulco, emplearon la ruta de Urdaneta.

De la Wikipedia.

martes, 1 de julio de 2008

Los primeros de Filipinas (I): Miguel López de Legazpi.

Miguel López de Legazpi (¿1503? – 1572), conocido como «el Adelantado» y «el Viejo», fue conquistador y administrador colonial de las Islas Filipinas y fundador de Manila.



López de Legazpi nació en Zumárraga, Guipúzcoa (País Vasco, España) con dudas sobre el año de nacimiento, que podría ser 1502, 1503 ó 1505, y murió en Manila, Filipinas, el 20 de agosto de 1572. Proveniente de una familia de la pequeña nobleza guipuzcoana, con el título de hidalgo, fue el segundo hijo de Juan Martínez López de Legazpi y Elvira de Gurruchategui. Su casa natal, denominada Jauregi, se conserva en Zumárraga.

Su padre luchó en Italia y en Navarra con las tropas del reino de Castilla. Miguel realizó estudios de letrado y eso le valió para ocupar el cargo de concejal en el Ayuntamiento de Zumárraga en 1526 y al año siguiente el de escribano en la Alcaldía Mayor de Areria (Guipúzcoa), que ocupó a la muerte de su padre y en la que fue confirmado por el Rey el 12 de abril de 1527. El Virrey de México, Luis de Velasco, lo define en una de sus cartas como hijohidalgo notorio de la casa de Lezcano.

Viaje a México

En 1545 se trasladó a México, en donde estuvo durante 20 años. Ocupó diversos cargos en la administración de la colonia de Nueva España; fue Escribano Mayor en 1551 y ocupó el cargo de Alcalde Mayor de la ciudad de México en 1559, 38 años después de su conquista. Antes había trabajado en la Casa de la Moneda en puestos de alto cargo.

Se casó con Isabel Garcés, hermana del obispo de Tlaxcala Juan Garcés, y de dicha unión nacieron nueve hijos (cuatro varones y cinco mujeres). En 36 años, de 1528 a 1564, de estancia en Nueva España amasó una importante fortuna.

La casa de Legazpi en la capital azteca fue una de las principales y a ella acudían muchos recién llegados que buscaban la fortuna en las nuevas tierras recién descubiertas y dispuestas a ser conquistadas. Su hijo Melchor define de esta manera la casa de su padre en una carta dirigida al rey:

...muchos hidalgos y caballeros pobres que iban de estos reinos iban sin conocerle a su casa por la antigua costumbre que de siempre en ella hubo y porque a las personas tales siempre en ella se les dio de comer y vestir y lo necesario. Lo cual ha sido cosa muy notoria y sabida en todo aquel reino.


Las expediciones anteriores no habían logrado realizar la ruta de vuelta por el Gran Golfo, que era como se llamaba entonces al Pacífico hasta México. Felipe II determinó que había que explorar la ruta desde México a las islas Molucas y encargó la expedición de dos naves a Luis de Velasco, segundo virrey de Nueva España, y al fraile agustino Andrés de Urdaneta, que era familiar de López de Legazpi, que ya había viajado por esos mares. La carta en la que el rey pide a Urdaneta que se sume a la expedición dice así:

El rey: Devoto Padre Fray Andrés de Urdaneta, de la orden de Sant Agustín: Yo he sido informado que vos siendo seglar fuisteis en el Armada de Loaysa y pasasteis al estrecho de Magallanes y a la Espacería, donde estuvisteis ocho años en nuestro servicio. Y porque ahora Nos hemos encargado a Don Luis de Velasco, nuestro Virrey de esa Nueva España, que envie dos navios al descubrimiento de las islas del Poniente, hacia los Malucos, y les ordene los que han de hacer conforme a la instrucción que es le ha enviado; y porque según de mucha noticia que diz que teneis de las cosas de aquella tierra y entender, como entendeis bien, la navegación della y ser buen cosmógrafo, sería de gran efecto que vos fuesedes en dichos navios, así para toca la dicha navegación como para servicio de Dios Nuestro Señor y y nuestro. Yo vos ruego y encargo que vais en dichos navios y hagais lo que por el dicho Virrey os fuere ordenado, que además del servicio que hareis a Nuestro Señor yo seré muy servido, y mandaré tener cuenta con ello para que recibais merced en hobiere lugar.

De Valladolid a 24 de Septiembre de 1559 años.

Yo el Rey

Las Filipinas, que habían sido descubiertas en el viaje, el primero, alrededor del mundo que realizaron Magallanes y Elcano, caían dentro de la demarcación portuguesa según el Tratado de Tordesillas de 1494, pero aun así Felipe II quería rescatar a los supervivientes de la expedición anterior de Villalobos (1542–1544), que fue quien bautizó al archipiélago con el nombre de Filipinas en honor al rey Felipe II.

Velasco preparó en 1564 y López de Legazpi, ya viudo, fue puesto al mando de dicha expedición a propuesta de Urdaneta, siendo nombrado por el Rey «Almirante, General y Gobernador de todas las tierras que conquistase», aun cuando no era marino. La expedición la componían cinco embarcaciones y Urdaneta participaba en ella como piloto. Legazpi vendió todos los bienes, a excepción de la casa de México, para hacer frente a la expedición, que sufrió retrasos debido a la atracción que la Florida empezó a tener entre los colonos mexicanos. Enroló en la expedición a su nieto Felipe de Salcedo, así como a Martín de Goiti en calidad de capitán de artillería.

El 1 de septiembre de 1564, el presidente y oidores de la Real Audiencia de México dan a Legazpi el documento donde especifican las instrucciones y órdenes que llevaba la expedición. El extenso documento, que ocupaba más de 24 páginas, especificaba todo un código de normas de control, comportamiento y organización, así como la recomendación de dar buen trato a los naturales, que llegaba hasta a indicar cómo se debían de repartir las raciones y evitar que existieran bocas inútiles;

... que no haya en la dicha Armada, criados ni mozos de servicio superfluos... y si más gente fuera, en especial de la inútil...

Aunque hace una salvedad en cuanto al servicio, al conceder una docena de personas destinadas a esas labores prohibiendo cualquier subida a bordo de otro tipo, dice el documento en este punto:

Otrosi: no consentireis que por via ni manera alguna se embarquen ni vayan los dichos navios, indios o indias, negros o negras, ni mujeres algunas, casadas ni solteras de cualquier calidad y condición que sea, salvo hasta una docena de negros y negras de servicio, los cuales repartireis en todos los navios, como os pareciese.

Con las cinco naves y unos 350 hombres, la expedición que encabezaba López de Legazpi partió del puerto de Barra de Navidad, Jalisco, el 21 de noviembre de 1564 después de que el día 19 de noviembre se bendijeran la bandera y los estandartes.

De la isla de Guam a Filipinas

La expedición atravesó el Pacífico en 93 días y pasó por el archipiélago de las Marianas. El 22 de octubre desembarcaron en la isla de Guam, conocida por isla de los Ladrones, que identifican por el tipo de velamen de sus embarcaciones y canoas que ven. Legazpi ordena lo siguiente:

...que ninguna persona de la Armada fuese osado de saltar a tierra sin su licencia y los que en ella saltasen no hicieran fuerza, agravio ni daño alguno a los naturales ni de ellos tomasen cosa ninguna, así en sus bastimentas como de otras cosas, y que no les tocasen en sus sementeras, ni labranzas, ni cortasen palma ni otro árbol alguno, y que no diesen ni contratasen con los naturales cosa ninguna de ningún género que fuese, sino fuese por mano de los Oficiales de Su Majestad, que tenían cargo de ello, so graves penas, y a los Capitanes que lo consintieran, so pena de suspensión de sus oficios.




Compraron alimentos a los nativos y tomó posesión de la isla para la Corona española. El 5 de febrero salen rumbo hacia las llamadas Islas de Poniente, las Filipinas. El día 15 tocan tierra en la isla de Samar, en donde el Alférez Mayor, Andrés de Ibarra, tomó posesión de la misma previo acuerdo con el dirigente local. El 20 del mismo mes se hacen de nuevo a la mar y llegan a Leite, en donde Legazpi levanta la acta de rigor de toma de posesión, aún con la hostilidad de sus habitantes. El 5 de marzo llegan al puerto de Carvallán.
Itinerario seguido por la expedición de Miguel López de Legazpi en el Archipiélago Filipino

La escasez de alimentos impulsó la búsqueda de nuevas bases, para lo que se fueron extendiendo los dominios españoles sobre las diferentes islas, llegando a dominar gran parte del archipiélago, a excepción de Mindanao y las islas de Sulú. Esta expansión se realizó con relativa facilidad, al estar los diferentes pueblos que ocupaban las islas enfrentados los unos a los otros, y al establecer Legazpi relaciones amistosas con algunos de ellos, por ejemplo, con los nativos de Bohol mediante la firma de un «pacto de sangre» con el jefe Sikatuna. Los abusos que en el pasado habían cometido los navegantes portugueses en algunos puntos del archipiélago motivaron que algunos pueblos opusieran a Legazpi un fuerte resistencia.

En una reunión deciden establecer un campamento para pasar el invierno en la isla de Cebú, que estaba muy habitada y tenía mucha provisión de alimentos, a la que llegan de nuevo el 27 de abril. Estiman que... si no quisieren los naturales de la tierra dalles bastimentos por precios justos y usados y ser amigos nuestros, como el general pretendía, se le podrá hacer guerra justamente.

Sus ansias de paz toparon con los recelos del gobernador local, el Rajah Tupas, que era hijo del que años antes había liquidado a 30 hombres de la expedición de Magallanes en un banquete trampa. Legazpi intentó negociar un acuerdo de paz, pero Tupas mandó a una fuerza de 2.500 hombres contra las naves de los españoles. Después de la batalla, Legazpi volvió a intentar acordar su establecimiento pacífico y de nuevo fue rechazado.

Las tropas españolas desembarcaron en tres bateles al mando de Goiti y Juan de la Isla, y los navíos dispararon sus cañones contra el poblado, destruyendo algunas casas y haciendo huir a los habitantes. Los españoles, que tenían una necesidad imperiosa de abastecimiento, registraron la población sin encontrar nada que pudiera servirles.

En el registro, un bermeano encuentra en una choza la imagen del Niño Jesús (al que llamarían Invención del Niño Jesús y que actualmente está en la iglesia que posteriormente construyeron los Agustinos en Cebú) y que debía de proceder de alguna expedición anterior. Legazpi manda iniciar los trabajos del fuerte, que comienzan con el trazado del mismo el día 8 de mayo. Ante estos hechos, el rey Tupas acompañado por Tamuñán se presentó a Legazpi, que los recibió en su barco La Capitana, para establecer la paz. Se realiza el juramento de sangre, que consistió en que

...el gobernador se sangró el pecho en una taza y lo mismo el Tupas y Tamuñán, y se sacara la sangre de todos tres se revolvió con un poco de vino, el cual se echó en tres vasos, tantos el uno como el otro lo bebieron todos los tres, á la par, cada uno su parte.

y funda allí los primeros asentamientos españoles: la Villa del Santísimo Nombre de Jesús y la Villa de San Miguel, hoy Ciudad de Cebú, que se convertiría en la capital de las Filipinas y en base de la conquista de las mismas.

Legazpi envía a su nieto Felipe de Salcedo de vuelta a México y lleva de cosmógrafo a Urdaneta, que informó del descubrimiento de la ruta de navegación por el norte del Pacífico hacia el este y se opuso a su conquista al caer dentro de los dominios asignados a los portugueses. Estos mandaron una escuadra a la conquista de la recién fundada Villa de San Miguel, pero fue rechazada en dos ocasiones, en 1568 y 1569.

Como respuesta a la expulsión española de las Molucas, Felipe II decidió mantener el control sobre las Filipinas. Para ello nombró a Legazpi gobernador y capitán general de Filipinas y envió tropas de refuerzo.

En Cebú Legazpi tiene que hacer frente a un levantamiento de algunos de los gentilhombres, que acaban derrotados y en la horca.

En 1566 llega el galeón San Gerónimo desde México, con lo que queda definitivamente confirmada la ruta. En 1567, 2.100 españoles, los soldados mexicanos y los trabajadores llegaron a Cebú por órdenes del rey. Establecen una ciudad y construyen el puerto de Fortaleza de San Pedro, que se convirtió en su puesto avanzado para el comercio con México y la protección contra rebeliones nativas hostiles y los ataques de los portugueses, que fueron definitivamente rechazados. Las nuevas posesiones fueron organizadas bajo el nombre de islas Filipinas.

Legazpi destacó como administrador de los nuevos dominios, en donde introdujo las encomiendas, tal como se hacía en América, y activó el comercio con los países vecinos, en especial con China, para lo que aprovechó la colonia de comerciantes chinos establecidos en Luzón desde antes de su llegada. La cuestión religiosa quedó en manos de los Agustinos dirigidos por fray Andrés de Urdaneta.

La conquista siguió por las islas restantes, Panay (donde estableció su nueva base), Masbate, Mindoro y, finalmente, Luzón, donde encontró la gran resistencia de los tagalos.

Fundación de Manila

La prosperidad del asentamiento de Maynilad atrajo la atención de Legazpi en cuanto este tuvo noticias de su existencia en 1568. Para su conquista mandó a dos de sus hombres, Martín de Goiti y Juan de Salcedo, que era su nieto, en expedición al mando de unos 300 soldados. Maynilad era un enclave musulmán, situado al norte de la isla de Luzón, dedicado al comercio.

Salcedo y Goiti llegaron a la bahía de Manila el 8 de mayo de 1570, después de haber librado varias batallas por el norte de la isla contra piratas chinos. Los españoles quedan sorprendidos por el tamaño del puerto y son recibidos amistosamente, acampando por algún tiempo en las proximidades del enclave. Al poco tiempo se desataron incidentes entre los nativos y los españoles y se produjeron dos batallas, siendo derrotados los nativos en la segunda de ellas, con lo que el control de la zona pasó a manos españolas después de los correspondientes protocolos y ceremonias de paz, que duraron tres días. Fue el Rajah Matanda quien entregó Maynilad a López de Legazpi.

Legazpi llegó a un acuerdo con los gobernantes locales Rajahs Suliman, Matanda y Lakandula. En el mismo se acordaba fundar una ciudad que tendría dos alcaldes, 12 concejales y un secretario. La ciudad sería doble, la intramuros, española, y la extramuros indígena.

Con la conquista de Maynilad se completó el control sobre la isla de Luzón, a la que Legazpi llamó Nuevo reino de Castilla. Reconociendo el valor estratégico y comercial del enclave, el 24 de junio de 1571 Legazpi fundaba la Siempre Leal y Distinguida Ciudad de España en el Oriente de Manila y la convirtió en la sede del gobierno del archipiélago y de los dominios españoles del Lejano Oriente.

La edificación de la ciudad —dividida en dos zonas, la de intramuros y la de extramuros— se debió a la real orden que Felipe II emitió desde el Monasterio de San Lorenzo del Escorial el 3 de julio de 1573, y en la que se planificaba la zona de intramuros al estilo español de la época con carácter defensivo con planos de Herrera, arquitecto de El Escorial, y dejando extramuros para las aldeas indígenas que más tarde darían lugar a nuevos pueblos y acabarían, con el tiempo, integrando la urbe de Manila.

Cuatro años después de su fundación, Manila sufrió un ataque a manos del pirata chino Lima-Hong. El gobernador Guido de Lavezares y el maestre de campo Juan de Salcedo, al mando de 500 españoles, expulsaron a la flota mercenaria chino-japonesa.

Muerte de Legazpi

Después de proclamar capital del archipiélago de las Filipinas y de los dominios españoles del Lejano Oriente a Manila, López de Legazpi trasladó allí su residencia. Permaneció en Manila hasta su muerte el 20 de agosto de 1572.

Miguel López de Legazpi murió de un ataque de apoplejía y en una situación económica precaria, sin saber que el rey Felipe II había firmado una Real Cédula por la que le nombraba Gobernador vitalicio y Capitán General de Filipinas y le destinaba una paga de 2.000 ducados.

Fray Andrés de Urdaneta definía a Miguel López de Legazpi el 1 de enero de 1561, en una carta dirigida al rey Felipe II de la siguiente forma:

El virrey don luis de velasco ha nombrado por general para esta jornada a miguel lópez de legaspi, natural de la provincia de guipúzcoa e veçino desta çiudad donde ha seido casado y al presente está viudo, e tiene hijos ya hombres e hijas casadas que tienen ya hijos, tiene otras hijas ya mugeres para podellas casar; es de edad de mas de çinquenta años, es hijodalgo conocido, onrrado e virtuoso e de buenas costumbres y exemplo, de muy buen juicio e natural, cuerdo y reportado, e ombre que ha dado siempre buena quenta de las cosas que se le han encomendado del serviçio de V.M. Espero en Dios que ha de ser muy açeptado en quél vaya por caudillo de la jornada.

Durante la conquista, escribió al rey varias cartas, las cuales están guardadas, bajo el título de Cartas al Rey Don Felipe II sobre la expedición, conquistas y progresos de las islas Filipinas en el Archivo de Indias en Sevilla.


De la Wikipedia.

 




Unos Frailes de armas tomar

De vez en cuando me doy una vuelta por los viejos avisos y relaciones del siglo XVII, aquellas cartas u hojas impresas que, en la época, hacían las veces de periódicos, contando sucesos, hechos bélicos, noticias de la corte y cosas así. Con el tiempo he tenido la suerte de reunir una buena provisión en diversos formatos, y algunas tardes, sobre todo cuando tengo un episodio de Alatriste en perspectiva, suelo darles un repaso para coger tono y ambiente. Su lectura es sugestiva, a veces también desoladora –comprendes que ciertas cosas no han cambiado en cuatro siglos–, y en ocasiones muy divertida. Ése es el caso de una relación con la que di ayer. Está fechada en 1634, y se refiere a la peripecia de tres frailes mercedarios españoles que viajaban frente a la costa de Cerdeña. Me van a permitir que lo cuente, porque no tiene desperdicio.

El barco era pequeño y franchute, llevaba rumbo a Villafranca de Nizo, y a bordo, además de los tres frailes españoles –Miguel de Ramasa, Andrés Coria y Eufemio Melis–, iban el patrón, cuatro marineros y cinco pasajeros. A pocas millas de la costa se les echó encima un bergantín turco –en aquel tiempo se llamaba así a todo corsario musulmán, berberiscos incluidos– haciendo señales de que amainasen vela. El patrón se dispuso a obedecer, argumentando que, siendo francés el barco, podrían negociar con los corsarios y seguir viaje a salvo. Pero los tres frailes, súbditos del rey de España, no veían las cosas con tanto optimismo. Ustedes se escapan de rositas, protestaron, pero nosotros vamos a pagar el pato. Por religiosos y por españoles, pasaremos el resto de nuestras vidas apaleando sardinas al remo de una galera, o cautivos en Argel o Turquía. Así que, de perdidos al río, resolvieron cenar con Cristo antes que en Constantinopla. Que el diálogo de civilizaciones, apuntaron, lo dialogue la madre que los parió. De manera que se remangaron las sotanas, se armaron como pudieron con cuatro chuzos, tres escopetas y tres espadas sin guarnición que había a bordo, y amotinándose contra los tripulantes del barco, los metieron con los cinco pasajeros encerrados bajo cubierta. Después pusieron trapos en torno a las espigas de las espadas para que sirvieran de empuñaduras, y se hicieron una especie de rodelas amarradas al brazo izquierdo con almohadas y cuerdas. Luego se arrodillaron en cubierta y rezaron cuanto sabían. Salve, regina, mater misericordiae. Etcétera.

Ahora, háganme el favor y consideren despacio la escena, que tiene su puntito. Imaginen ese bergantín corsario de doce bancos que se acerca por barlovento. Imaginen a esos feroces turcos, o berberiscos, o lo que fueran –veintisiete, según detalla la relación–, amontonados en la proa y en la regala, blandiendo alfanjes y relamiéndose con la perspectiva, en plan tripulación del capitán Garfio. Imaginen la sonora rechifla del personal cuando se percata de que en la cubierta de la presa no hay más que tres frailes arrodillados y dándose golpes de pecho. Y en ésas, cuando los dos barcos están abarloados y los turcos se disponen a saltar al abordaje, los tres frailes –los supongo jóvenes, o cuajados y correosos, duros, muy de su tiempo– se levantan, largan una escopetada a quemarropa que pone a tres malos mirando a Triana, y luego, gritando como locos Santiago y cierra España, Jesucristo y María Santísima, o sea, llamando en su auxilio al santoral completo y al copón de Bullas, tras embrazar las almohadas como rodelas, se meten en la nave corsaria a mandoble limpio, acuchillando como fieras, dejando a los turcos con la boca abierta, perdón, oiga, vamos a ver, aquí hay un error, los que teníamos que abordar éramos nosotros. Con la cara del Coyote tras caerle encima la caja de caudales que tenía preparada para aplastar al Correcaminos. Y así, en ese plan, dejando la mansedumbre cristiana para días más adecuados, los frailes escabechan en tres minutos a doce malos, que se dice pronto, y otros cinco se tiran al agua, chof, chof, chof, chof, chof, y el resto, con varios heridos, pide cuartel y se rinde después de que fray Miguel Ramasa le atraviese el pecho con un chuzo al arráez corsario, «juntándose los dos tanto, que le alcançó el turco a morder en una mano, y acudiendo fray Andrés Coria le acabó de matar». Con dos cojones.

Ocurrió el 21 de octubre de 1634, día de santa Úrsula y de las Once Mil –una más, una menos– Vírgenes. Y qué quieren que les diga. Me encantan esos tres frailes.

Arturo Pérez Reverte.