ATENCIÓN: ESTE BLOG ES EL CUARTO TRASTERO DE MI BLOG PRINCIPAL EL RINCÓN POLITICAMENTE INCORRECTO.

martes, 8 de mayo de 2012

Al 2 de mayo.

soneto compuesto en 1842 por Francisco Navarro Villoslada:
Al Dos de Mayo
Cual palma orillas del fecundo Nilo,
Árbol de Libertad crece en España;
Y con su pompa tiende en la campaña
Plácida sombra y bienhechor asilo.
En brazos de los céfiros tranquilo,
No temas, no, del huracán la saña;
Ni que blandiendo asome gente extraña
Contra tu erguido tronco aleve filo.
¡No!, que el pueblo español alzado al punto
A tu defensa volará cual rayo,
Del pueblo de otros tiempos fiel trasunto.
Será cada español un don Pelayo;
Será cada ciudad otro Sagunto
Y cada nuevo sol un Dos de Mayo

martes, 8 de noviembre de 2011

De la sociedad bajo el imperio de la Iglesia Católica

Constituidos, por una parte, el criterio de las ciencias, el criterio de los afectos y el criterio de las acciones; constituidas, por otra, en la sociedad la autoridad política, y en la familia la autoridad doméstica, era necesario constituir otra autoridad sobre todas las humanas, órgano infalible de todos los dogmas, depositaria augusta de todos los criterios, que fuera a un tiempo mismo santa y santificante, que fuera la palabra de Dios encarnada en el mundo, la luz de Dios reverberando en todos los horizontes, la caridad divina inflamando todas las almas; que atesorara en altísimo y escondido tabernáculo, para derramarlos por la tierra, los infinitos tesoros de las gracias del cielo; que fuera refrigerio de los hombres fatigados, refugio de los hombres pecadores, fuente de aguas vivas para los que tienen sed, pan de vida eterna para los que tienen hambre, sabiduría para los ignorantes, para los extraviados camino; que estuviera llena de advertencias y de lecciones para los poderosos, y para los pobres llena de amor y de misericordia; una autoridad puesta en tan grande altura que pudiera hablar a todas con imperio, y sobre roca tan firme que no pudiera ser contrastada por las alteradas ondas de este mar sin reposo; una autoridad fundada directamente por Dios, y que no estuviera sujeta a los vaivenes de las cosas humanas; que fuera a un tiempo mismo siempre nueva y siempre antigua, duración y progreso, y a quien asistiera Dios con especial asistencia. 

Esa autoridad altísima, infalible, fundada para la eternidad, y en quien se agrada Dios eternamente, es la santa Iglesia católica, apostólica, romana, cuerpo místico del Señor, esposa dichosa del Verbo, que enseña al mundo lo que aprende de boca del Espíritu Santo; que, puesta como en una región media entre la tierra y el cielo, cambia plegarias por dones, y ofrece perpetuamente al Padre, por la salvación del mundo, la sangre preciosísima del Hijo en sacrificio perpetuo y en perfectísimo holocausto.

Como quiera que Dios hace todas las cosas acabadas y perfectas, no era propio de su infinita sabiduría dar la verdad al mundo y, entrando después en su perfecto reposo, dejarla expuesta a las injurias del tiempo, vano asunto de las disputas del hombre. Por esa razón ideó eternamente su Iglesia, que resplandeció en el mundo en la plenitud de los tiempos, hermosísima y perfectísima, con aquella alta perfección y soberana hermosura que tuvo siempre en el entendimiento divino. Desde entonces ella es, para los que navegamos por este mar del mundo que hierve en tempestades, faro luminoso puesto en escollo eminente. Ella sabe lo que nos salva y lo que nos pierde, nuestro primer origen y nuestro último fin, en que consiste la salvación y en qué la condenación del hombre; y ella sola lo sabe; ella gobierna las almas, y ella sola las gobierna; ella ilumina los entendimientos, y ella sola los ilumina; ella endereza la voluntad, y ella sola la endereza; ella purifica y enciende los afectos, y ella sola los enciende y los purifica; ella mueve los corazones, y sola los mueve con la gracia del Espíritu Santo. En ella no cabe ni pecado, ni error, ni flaqueza; su túnica no tiene mancha; para ella las tribulaciones son triunfos, los huracanes y las brisas la llevan al puerto. 

Todo en ella es espiritual, sobrenatural y milagroso: es espiritual, porque su gobierno es de las inteligencias, y porque las armas con que se defiende y con que mata son espirituales; es sobrenatural, porque todo lo ordena a un fin sobrenatural, y porque tiene por oficio ser santa y santificar sobrenaturalmente a los hombres; es milagrosa, porque todos los grandes misterios se ordenan a su milagrosa institución y porque su existencia, su duración, sus conquistas son un milagro perpetuo. El Padre envía al Hijo a la tierra, el Hijo envía sus apóstoles al mundo y el Espíritu Santo a sus apóstoles: de esa manera, en la plenitud como en el principio de los tiempos, en la institución de la Iglesia como en la creación universal, intervienen a la vez el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Doce pescadores pronuncian las palabras que suenan misteriosamente en sus oídos y luego al punto es conturbada la tierra; un fuego desusado arde en las venas del mundo; un torbellino saca de quicio a las naciones, arrebata a las gentes, trastorna los imperios, confunde las razas; el género humano suda sangre bajo la presión divina; y de toda esa sangre, y de toda esa confusión de razas, de naciones y de gentes, y de esos torbellinos impetuosos, y de ese fuego que circula por todas las venas de la tierra, el mundo sale radiante y renovado, puesto a los pies de la Iglesia de Nuestro Señor Jesucristo.

Esa mística ciudad de Dios tiene puertas que miran a todas partes, para significar el universal llamamiento: Unam omnium Rempublicam agnoscimus mundum, dice Tertuliano. Para ella no hay bárbaros ni griegos, judíos ni gentiles. En ella caben el escita y el romano, el persa y el macedonio, los que acuden del Oriente y del Occidente, los que vienen de la banda del Septentrión y de las partes del Mediodía. Suyo es el santo ministerio de la enseñanza y de la doctrina, suyo el imperio universal y el universal sacerdocio; tiene por ciudadanos a reyes y emperadores; sus héroes son los mártires y los santos. Su invencible milicia se compone de aquellos varones fortísimos que vencieron en sí todos los apetitos de la carne y sus locas concupiscencias. El mismo Dios preside invisiblemente en sus austeros senados y en sus santísimos concilios. Cuando sus Pontífices hablan a la tierra, su palabra infalible ha sido escrita ya por el mismo Dios en el cielo. 

Esa Iglesia, puesta en el mundo sin fundamentos humanos, después de haberle sacado de un abismo de corrupción, le sacó de la noche de la barbarie. Ella ha combatido siempre los combates del Señor; y habiendo sido en todos atribulada, ha salido en todos vencedora. Los herejes niegan su doctrina, y triunfa de los herejes; todas las pasiones humanas se rebelan contra su imperio, y triunfa de todas las pasiones humanas. El paganismo pelea con ella su último combate, y ella rinde a sus pies al paganismo. Emperadores y reyes la persiguen, y la ferocidad de sus verdugos es vencida por la constancia de sus mártires. Pelea sólo por su santa libertad, y el mundo le da el imperio. 

Bajo su imperio fecundísimo han florecido las ciencias, se han purificado las costumbres, se han perfeccionado las leyes y han crecido con rica y espontánea vegetación todas las grandes instituciones domésticas, políticas y sociales. Ella no ha tenido anatemas sino para los hombres impíos, para los pueblos rebeldes y para los reyes tiranos. Ha defendido la libertad, contra los reyes que aspiraron a convertir la autoridad en tiranía; y la autoridad, contra los pueblos que aspiraron a una emancipación absoluta; y contra todos, los derechos de Dios y la inviolabilidad de sus santos mandamientos. No hay verdad que la Iglesia no haya proclamado, ni error a que no haya dicho anatema. La libertad, en la verdad, ha sido para ella santa; y en el error, como el error mismo, abominable; a sus ojos el error nace sin derechos y vive sin derechos, y por esa razón ha ido a buscarle, y a perseguirle, y a extirparle en lo más recóndito del entendimiento humano. Y esa perpetua ilegitimidad, y esa desnudez perpetua del error, así como ha sido un dogma religioso, ha sido también un dogma político, proclamado en todos tiempos por todas las potestades del mundo. Todas han puesto fuera de discusión el principio en que descansan; todas han llamado error, y han despojado de toda legitimidad y de todo derecho al principio que le sirve de contraste. Todas se han declarado infalibles a sí propias en esa calificación suprema; y si no han condenado todos los errores políticos, no consiste esto en que la conciencia del género humano reconozca la legitimidad de ningún error, sino en que no ha reconocido nunca en las potestades humanas el privilegio de la infalibilidad en la calificación de los errores. 

De esa impotencia radical de las potestades humanas para designar los errores ha nacido el principio de la libertad de discusión, fundamento de las constituciones modernas. Ese principio no supone en la sociedad, como pudiera parecer a primera vista, una imparcialidad incomprensible y culpable entre la verdad y el error; se funda en otras dos suposiciones, de las cuales la una es verdadera y la otra falsa: se funda, por una parte, en que no son infalibles los gobiernos, lo cual es una cosa evidente; se funda, por otra, en la infalibilidad de la discusión, lo cual es falso a todas luces. La infalibilidad no puede resultar de la discusión si no está antes en los que discuten; no puede estar en los que discuten, si no está al mismo tiempo en los que gobiernan; si la infalibilidad es un atributo de la naturaleza humana, está en los primeros y en los segundos; si no está en la naturaleza humana, ni está en los segundos ni está en los primeros, o todos son falibles o son infalibles todos. La cuestión, pues, consiste en averiguar si la naturaleza humana es falible o infalible; la cual se resuelve forzosamente en esta otra, conviene a saber: si la naturaleza del hombre es sana o está caída y enferma. 

En el primer caso, la infalibilidad, atributo esencial del entendimiento sano, es el primero y el más grande de todos sus atributos, de cuyo principio se siguen naturalmente las siguientes consecuencias. Si el entendimiento del hombre es infalible porque es sano, no puede errar porque es infalible; si no puede errar porque es infalible, la verdad está en todos los hombres, ahora se los considere juntos, ahora se los considere aislados; si la verdad está en todos los hombres aislados o juntos, todas sus afirmaciones y todas sus negaciones han de ser forzosamente idénticas; si todas sus afirmaciones y todas sus negaciones son idénticas, la discusión es inconcebible y absurda. 

En el segundo caso, la falibilidad, enfermedad del entendimiento enfermo, es la primera y la mayor de las dolencias humanas; de cuyo principio se siguen las consecuencias siguientes: si el entendimiento del hombre es falible porque está enfermo, no puede estar nunca cierto de la verdad porque es falible; si no puede estar nunca cierto de la verdad porque es falible, esa incertidumbre está de una manera esencial en todos los hombres, ahora se los considere juntos, ahora se los considere aislados; si esa incertidumbre está de una manera esencial en todos los hombres, aislados o juntos, todas sus afirmaciones y todas sus negaciones son una contradicción en los términos, porque han de ser forzosamente inciertas; si todas sus afirmaciones y todas sus negaciones son inciertas, la discusión es absurda e inconcebible. 

Sólo el catolicismo ha dado una solución satisfactoria y legítima, como todas sus soluciones, a este problema temeroso. El catolicismo enseña lo siguiente: «El hombre viene de Dios; el pecado, del hombre; la ignorancia y el error, como el dolor y la muerte, del pecado; la falibilidad, de la ignorancia; de la falibilidad, lo absurdo de las discusiones». Pero añade después: «El hombre fue redimido», lo cual si no significa que por el acto de la redención, y sin ningún esfuerzo suyo, salió de la esclavitud del pecado, significa, a lo menos, que por la redención adquirió la potestad de romper esas cadenas y de convertir la ignorancia, el error, el dolor y la muerte en medios de su santificación con el buen uso de su libertad, ennoblecida y restaurada. Para este fin instituyó Dios su Iglesia inmortal, impecable e infalible. La Iglesia representa la naturaleza humana sin pecado, tal como salió de las manos de Dios, llena de justicia original y de gracia santificante; por eso es infalible, y por eso no está sujeta a la muerte. Dios la ha puesto en la tierra para que el hombre, ayudado de la gracia, que a nadie se niega, pueda hacerse digno de que se le aplique la sangre derramada por Él en el Calvario, sujetándose libremente a sus divinas inspiraciones. Con la fe vencerá su ignorancia; con su paciencia, el dolor, y con su resignación, la muerte; la muerte, el dolor y la ignorancia no existen sino para ser vencidas por la fe, por la resignación y por la paciencia. 

Síguese de aquí que sólo la Iglesia tiene el derecho de afirmar y de negar, y que no hay derecho fuera de ella para afirmar lo que ella niega, para negar lo que ella afirma. El día en que la sociedad, poniendo en olvido sus decisiones doctrinales, ha preguntado qué cosa es la verdad, qué cosa es el error, a la prensa y a la tribuna, a los periodistas y a las asambleas, en ese día el error y la verdad se han confundido en todos los entendimientos, la sociedad ha entrado en la región de las sombras, y ha caído bajo el imperio de las ficciones. Sintiendo, por una parte, en sí misma una necesidad imperiosa de someterse a la verdad y de sustraerse al error, y siéndole imposible, por otra, averiguar qué cosa es el error y qué cosa es la verdad, ha formado un catálogo de verdades convencionales y arbitrarias, y otro de soñados errores, y ha dicho: «Adoraré las primeras y condenaré los segundos», ignorando, tan grande es su ceguedad, que, adorando a las unas y condenando a los otros, ni condena ni adora nada, o que, si condena y si adora algo, se adora y se condena a sí misma. 

La intolerancia doctrinal de la Iglesia ha salvado el mundo del caos. Su intolerancia doctrinal ha puesto fuera de cuestión la verdad política, la verdad doméstica, la verdad social y la verdad religiosa; verdades primitivas y santas, que no están sujetas a discusión, porque son el fundamento de todas las discusiones; verdades que no pueden ponerse en duda un momento, sin que en ese momento mismo el entendimiento oscile, perdido entre la verdad y el error, y se oscurezca y enturbie el clarísimo espejo de la razón humana. Eso sirve para explicar por qué, mientras que la sociedad emancipada de la Iglesia no ha hecho otra cosa sino perder el tiempo en disputas efímeras y estériles, que, teniendo su punto de partida en un absoluto escepticismo, no pueden dar por resultado sino un escepticismo completo, la Iglesia, y la Iglesia sola, ha tenido el santo privilegio de las discusiones fructuosas y fecundas. La teoría cartesiana, según la cual la verdad sale de la duda, como Minerva de la cabeza de Júpiter, es contraria a aquella ley divina que preside al mismo tiempo a la generación de los cuerpos y a la de las ideas, en virtud de la cual los contrarios excluyen perpetuamente a sus contrarios, y los semejantes engendran siempre a sus semejantes. En virtud de esta ley, la duda sale perpetuamente de la duda, y el escepticismo del escepticismo, como la verdad de la fe, y de la verdad la ciencia. 

A la comprensión profunda de esta ley de la generación intelectual de las ideas se deben las maravillas de la civilización católica. A esa portentosa civilización se debe todo lo que admiramos y todo lo que vemos. Sus teólogos, aun considerados humanamente, afrentan a los filósofos modernos y a los filósofos antiguos; sus doctores causan pavor por la inmensidad de su ciencia; sus historiadores oscurecen a los de la antigüedad por su mirada generalizadora y comprensiva. La Ciudad de Dios, de San Agustín, es aún hoy día el libro más profundo de la Historia que el genio iluminado por los resplandores católicos ha presentado a los ojos atónitos de los hombres. Las actas de sus concilios, dejando aparte la divina inspiración, son el monumento más acabado de la prudencia humana. Las leyes canónicas vencen en sabiduría a las romanas y a las feudales. ¿Quien vence en ciencia a Santo Tomás, en genio a San Agustín, en majestad a Bossuet, en fuerza a San Pablo? ¿Quién es más poeta que Dante? ¿Quién iguala a Shakespeare? ¿Quién aventaja a Calderón? ¿Quién, como Rafael, puso jamás en el lienzo inspiración y vida? Poned a las gentes a la vista de las pirámides de Egipto, y os dirán: «Por aquí ha pasado una civilización grandiosa y bárbara». Ponedlas a la vista de las estatuas griegas y de los templos griegos, y os dirán: «Por aquí ha pasado una civilización graciosa, efímera y brillante». Ponedlas a la vista de un monumento romano, y os dirán: «Por aquí ha pasado un gran pueblo». Ponedlas a la vista de una catedral, y al ver tanta majestad unida a tanta belleza, tanta grandeza unida a tanto gusto, tanta gracia junta con una hermosura tan peregrina, tan severa unidad en una tan rica variedad, tanta mesura junta con tanto atrevimiento, tanta morbidez en las piedras, y tanta suavidad en sus contornos, y tan pasmosa armonía entre el silencio y la luz, las sombras y los colores, os dirán: «Por aquí ha pasado el pueblo más grande de la historia y la más portentosa de las civilizaciones humanas; ese pueblo ha debido tener del egipcio lo grandioso, del griego lo brillante, del romano lo fuerte; y sobre lo fuerte, lo brillante y lo grandioso, algo que vale más que lo grandioso, lo fuerte y lo brillante: lo inmortal y lo perfecto». 

Si se pasa de las ciencias, de las letras y de las artes al estudio de las instituciones que la Iglesia vivificó con su soplo, alimentó con su sustancia, mantuvo con su espíritu y abasteció con su ciencia, este nuevo espectáculo no ofrecerá menores maravillas y portentos. El catolicismo, que todo lo refiere y todo lo ordena a Dios, y que, refiriéndolo y ordenándolo a Dios todo, convierte la suprema libertad en elemento constitutivo del orden supremo, y la infinita variedad en elemento constitutivo de la unidad infinita, es por su naturaleza la religión de las asociaciones vigorosas, unidas todas entre sí por afinidades simpáticas. En el catolicismo el hombre no está solo nunca: para encontrar un hombre entregado a un aislamiento solitario y sombrío, personificación suprema del egoísmo y del orgullo, es necesario salir de los confines católicos. En el inmenso círculo que describen esos confines inmensos, los hombres viven agrupados entre sí, y se agrupan obedeciendo al impulso de sus más nobles atracciones. Los grupos mismos entran los unos en los otros, y todos en uno más universal y comprensivo, dentro del cual se mueven anchamente, obedeciendo a la ley de una soberana armonía. El hijo nace y vive en la asociación doméstica, ese fundamento divino de las asociaciones humanas. Las familias se agrupan entre sí de una manera conforme a la ley de su origen, y agrupadas de esta manera, forman aquellos grupos superiores que llevan el nombre de clases; las diferentes clases se consagran a diferentes funciones: unas cultivan las artes de la paz, otras las artes de la guerra; unas conquistan la gloria, otras administran la justicia y otras acrecientan la industria. Dentro de estos grupos naturales se forman otros espontáneos, compuestos de los que buscan la gloria por una misma senda, de los que se consagran a una misma industria, de los que profesan un mismo oficio; y todos estos grupos, ordenados en sus clases, y todas las clases jerárquicamente ordenadas entre sí, constituyen el Estado, asociación ancha en la que todas las otras se mueven con anchura. 

Esto desde el punto de vista social. Desde el punto de vista político, las familias se asocian en grupos diferentes: cada grupo de familias constituye un municipio; cada municipio es la participación en común de las familias que le forman, del derecho de rendir culto a su Dios, de administrarse a sí propias, de dar pan a los que viven y sepultura a los muertos. Por eso cada municipio tiene un templo, símbolo de su unidad religiosa, y una casa municipal, símbolo de su unidad administrativa; y un territorio, símbolo de su unidad jurisdiccional y civil; y un cementerio, símbolo de su derecho de sepulturas. Todas estas diferentes unidades constituyen la unidad municipal, la cual tiene también su símbolo en el derecho de levantar sus armas y de desplegar su bandera. De la variedad de los municipios se forma la unidad nacional, la cual a su vez se simboliza en un trono y se personifica en un rey. Sobre todas estas magníficas asociaciones está la de todas las naciones católicas con sus príncipes cristianos, fraternalmente agrupados en el seno de la Iglesia. Esta perfectísima y suprema asociación es unidad en su cabeza y variedad en sus miembros: es variedad en los fieles derramados por el mundo, y unidad en la cátedra santa que resplandece en Roma, cercada de divinos resplandores. Esa cátedra eminente es el centro de la humanidad, representada, en lo que tiene de varia, por los concilios generales, y en lo que tiene de una, por el que es en la tierra Padre común de los fieles y Vicario de Jesucristo. 

Esa es variedad suprema, unidad suma y sociedad perfectísima. Todos los elementos que braman alterados y en desorden en las sociedades humanas, se mueven en ésta concertadamente. El Pontífice es rey a un mismo tiempo por derecho divino y por derecho humano: el derecho divino resplandece principalmente en la institución; el derecho humano se manifiesta principalmente en la designación de la persona; y la persona designada para Pontífice por los hombres, es instituida Pontífice por Dios. Así como reúne la sanción humana y la divina, junta en uno también las ventajas de las monarquías electivas y las de las hereditarias; de las unas tiene la popularidad, de las otras la inviolabilidad y el prestigio; a semejanza de las primeras, la monarquía pontical está limitada por todas partes; a semejanza de las segundas, las limitaciones que tiene no la vienen de fuera, sino de dentro, ni de la ajena voluntad, sino de la propia; el fundamento de sus limitaciones está en su caridad ardiente, en su prodigiosa humildad y en su prudencia infinita. ¿Qué monarquía es esta en la que el rey, siendo elegido, es venerado, y en la que, pudiendo ser reyes todos, está en pie eternamente, sin que sean parte para derribarla por tierra ni las guerras domésticas ni las discordias civiles? ¿Qué monarquía es esta en la que el rey elige a los electores que luego eligen al rey, siendo todos elegidos y todos electores? ¿Quién no ve aquí un alto y escondido misterio: la unidad engendrando perpetuamente la variedad, y la variedad constituyendo su unidad perpetuamente? ¿Quién no ve aquí representada la universal confluencia de todas las cosas? Y ¿quién no advierte que esa extraña monarquía es la representación de Aquel que, siendo verdadero Dios y verdadero hombre, es divinidad y humanidad, unidad y variedad juntas en uno? La ley oculta que preside a la generación de lo uno y de lo vario, debe de ser la más alta, la más universal, la más excelente y la más misteriosa de todas, como quiera que Dios ha sujetado a ella todas las cosas, las humanas como las divinas, las creadas como las increadas, las visibles como las invisibles; siendo una en su esencia, es infinita en sus manifestaciones; todo lo que existe, parece que no existe sino para manifestarla; y cada una de las cosas que existen la manifiestan de diferente manera: de una manera está en Dios, de otra en Dios hecho hombre, de otra en su Iglesia, de otra en la familia, de otra en el universo; pero está en todo y en cada una de las partes del todo; aquí en un misterio invisible e incomprensible, y allí, sin dejar de ser un misterio, es un fenómeno visible y un hecho palpable. 

Al lado del rey, cuyo oficio es reinar con una soberanía independiente, y gobernar con un imperio absoluto, esta un senado perpetuo, compuesto de príncipes que tienen de Dios el principado. Y este senado perpetuo y divino es un senado gobernante; y siendo gobernante, lo es de tal manera, que ni entorpece, ni disminuye, ni eclipsa la potestad suprema del monarca. La Iglesia es la sola monarquía que ha conservado intacta la plenitud de su derecho, estando perpetuamente en contacto con una oligarquía potentísima; y es la única oligarquía que, puesta en contacto con un monarca absoluto, no ha estallado en rebeliones y turbulencias. De la misma manera que en pos del rey van los príncipes, en pos de los príncipes vienen los sacerdotes, encargados de un ministerio santísimo. En esta sociedad prodigiosa todas las cosas suceden al revés de como pasan en todas las asociaciones humanas. En éstas la distancia puesta entre los que están al pie y los que están en la cumbre de la jerarquía social es tan grande, que los primeros se sienten tentados del espíritu de rebelión, y los segundos caen en la tentación de la tiranía. En la Iglesia las cosas están ordenadas de tal modo, que ni es posible la tiranía ni son posible las rebeliones. Aquí la dignidad del Súbdito es tan grande, que la del prelado está en lo que tiene de común con el súbdito, más bien que en lo especial que tiene como prelado. La mayor dignidad de los obispos no está en ser príncipes, ni la de Pontífice en ser rey; está en que Pontífices y obispos son como sus súbditos, sacerdotes. Su prerrogativa altísima e incomunicable no está en la gobernación; está en la potestad de hacer al Hijo de Dios esclavo de su voz, en ofrecer el Hijo al Padre en sacrificio incruento por los delitos del mundo, en ser los canales por donde se comunica la gracia, y en el supremo e incomunicable derecho de remitir y de retener los pecados. La más alta dignidad está en lo que son todos los dignatarios, más bien que en lo que son algunos. No está en el apostolado ni en el pontificado, está en el sacerdocio. 

Considerada aisladamente la dignidad pontifical, la Iglesia parece una monarquía absoluta. Considerada en sí su constitución apostólica, parece una oligarquía potentísima. Considerada, por una parte, la dignidad común a prelados y sacerdotes y, por otra, el hondo abismo que hay entre el sacerdocio y el pueblo, parece una inmensa aristocracia. Cuando se ponen los ojos en la inmensa muchedumbre de los fieles derramados por el mundo, y se ve que el sacerdocio y el apostolado y el pontificado están a su servicio, que nada se ordena en esta sociedad prodigiosa para los crecimientos de los que mandan, sino para la salvación de los que obedecen; cuando se considera el dogma consolador de la igualdad esencial de las almas; cuando se recuerda que el Salvador del género humano padeció las afrentas de la cruz por todos y por cada uno de los hombres; cuando se proclama el principio de que el buen pastor debe morir por sus ovejas; cuando se reflexiona que el término de la acción de todos los diferentes ministerios está en la congregación de los fieles, la Iglesia parece una democracia inmensa, en la gloriosa acepción de esta palabra; o por lo menos, una sociedad instituida para un fin esencialmente popular y democrático. Y lo más singular del caso es que la Iglesia es todo lo que parece. En las otras sociedades esas varias formas de gobierno son incompatibles entre sí, o si por acaso se juntan en uno, no se juntan jamás sin que pierdan muchas de sus propiedades esenciales. La monarquía no puede vivir juntamente con la oligarquía y con la aristocracia, sin que la primera pierda lo que naturalmente tiene de absoluta, y éstas lo que tienen de potentes. La monarquía, la oligarquía y la aristocracia no pueden vivir con la democracia sin que ésta pierda lo que tiene de absorbente y de exclusiva como la aristocracia lo que tiene de potente, la oligarquía lo que tiene de invasora y la monarquía lo que tiene de absoluta; viniendo a convertirse en definitiva su mutua unión en su mutuo aniquilamiento. Sólo en la Iglesia, sociedad sobrenatural, caben todos estos gobiernos combinados armónicamente entre sí, sin perder nada de su pureza original ni de su grandeza primitiva. Esta pacífica combinación de fuerzas que son entre sí contrarias, y de gobiernos cuya única ley, humanamente hablando, es la guerra, es el espectáculo más bello en los anales del mundo. Si el gobierno de la Iglesia pudiera ser definido, podría definírsele diciendo que es una inmensa aristocracia dirigida por un poder oligárquico, puesto en la mano de un rey absoluto, el cual tiene por oficio darse perpetuamente en holocausto por la salvación del pueblo. Esta definición sería el prodigio de las definiciones, de la misma manera que la cosa en ella definida es el prodigio más grande de la historia. 

Resumiendo en breves palabras cuanto va dicho hasta aquí, podemos afirmar, sin temor de ser desmentidos por los hechos, que el catolicismo ha puesto en orden y en concierto todas las cosas humanas. Ese orden y ese concierto, relativamente al hombre, significan que por el catolicismo el cuerpo ha quedado sujeto a la voluntad, la voluntad al entendimiento, el entendimiento a la razón, la razón a la fe, y todo a la caridad, la cual tiene la virtud de transformar al hombre en Dios, purificado con un amor infinito. Relativamente a la familia, significan que por el catolicismo han llegado a constituirse definitivamente las tres personas domésticas, juntas en uno con dichosísima lazada. Relativamente a los gobiernos, significan que por el catolicismo han sido santificadas la autoridad y la obediencia, y condenadas para siempre la tiranía y las revoluciones. Relativamente a la sociedad, significan que por el catolicismo tuvo fin la guerra de las castas y principio la concertada armonía de todos los grupos sociales; que el espíritu de asociaciones fecundas sucedió al espíritu de egoísmo y de aislamiento, y el imperio del amor al imperio del orgullo. Relativamente a las ciencias, a las letras y a las artes, significan que por el catolicismo ha entrado el hombre en posesión de la verdad y de la belleza, del verdadero Dios y de sus divinos resplandores. Resulta, por último, de cuanto llevamos dicho hasta aquí, que con el catolicismo apareció en el mundo una sociedad sobrenatural, excelentísima, perfectísima, fundada por Dios, conservada por Dios, asistida por Dios; que tiene en depósito perpetuamente su eterna palabra; que abastece al mundo del pan de la vida; que ni puede engañarse ni puede engañarnos; que enseña a los hombres las lecciones que aprende de su divino Maestro; que es perfecto trasunto de las divinas perfecciones, sublime ejemplar y acabado modelo de las sociedades humanas. 

En los siguientes capítulos se demostrará cumplidamente que ni el cristianismo ni la Iglesia católica, que es su expresión absoluta, han podido obrar tan grandes cosas, tan altos prodigios y tan maravillosas mudanzas, sin una acción sobrenatural y constante por parte de Dios, el cual gobierna sobrenaturalmente a la sociedad con su providencia, y al hombre con su gracia. 

Juan Donoso Cortés; Ensayo sobre el Catolicismo, el Liberalismo y el Socialismo; Libro I, cap. III

lunes, 7 de noviembre de 2011

De la sociedad bajo el imperio de la teología católica

Esa nueva teología se llama el catolicismo. El catolicismo es un sistema de civilización completo; tan completo, que en su inmensidad lo abarca todo: la ciencia de Dios, la ciencia del ángel, la ciencia del universo, la ciencia del hombre. El incrédulo cae en éxtasis a vista de su inconcebible extravagancia, y el creyente a vista de tan extraña grandeza. Si hay alguno, por ventura, que al mirarle pasa de largo y se sonríe, las gentes, mas asombradas aún de tan estúpida indiferencia que de aquella grandeza colosal y de aquella extravagancia inconcebible, alzan la voz y exclaman: «Dejemos pasar al insensato».




La humanidad entera ha cursado por espacio de diecinueve siglos en las escuelas de sus teólogos y de sus doctores; y al cabo de tanto aprender y al cabo de tanto cursar, hoy día es, y aún no ha llegado con su sonda al abismo de su ciencia. Allí aprende cómo y cuándo han de acabar y cuándo y cómo han tenido principio las cosas y los tiempos; allí se le descubren secretos maravillosos que estuvieron siempre escondidos a las especulaciones de los filósofos gentiles y al entendimiento de sus sabios; allí se le revelan las causas finales de todas las cosas, el concertado movimiento de las cosas humanas, la naturaleza de los cuerpos y las esencias de los espíritus, los caminos por donde andan los hombres, el término adonde van, el punto de donde vienen, el misterio de su peregrinación y el derrotero de su viaje, el enigma de sus lágrimas, el secreto de la vida y el arcano de la muerte. Los niños amamantados a sus fecundísimos pechos saben hoy más que Aristóteles y Platón, luminares de Atenas. Y, sin embargo, los doctores que tales cosas enseñan, y que a tales alturas alcanzan, son humildes. Sólo al mundo católico le ha sido dado ofrecer un espectáculo en la tierra reservado antes a los ángeles del cielo: el espectáculo de la ciencia derribada por la humildad ante el acatamiento divino.



Llámase esta teología católica, porque es universal; y lo es en todos los sentidos y bajo todos los aspectos: es universal porque abarca todas las verdades; lo es porque abarca todo lo que todas las verdades contienen; lo es porque por su naturaleza está destinada a dilatarse por todos los espacios y a prolongarse por todos los tiempos; lo es en su Dios y lo es en sus dogmas.



Dios era unidad en la India, dualismo en la Persia, variedad en Grecia, muchedumbre en Roma. El Dios vivo es uno en su sustancia, como el índico: múltiple en sus personas, a la manera del pérsico; a la manera de los dioses griegos es vario en sus atributos; y por la multitud de los espíritus (dioses) que le sirven es muchedumbre a la manera de los dioses romanos. Es causa universal, sustancia infinita e impalpable, eterno reposo y autor de todo movimiento; es inteligencia suprema, voluntad soberana, es continente, no contenido. Él es el que lo sacó todo de la nada y el que mantiene cada cosa en su ser; el que gobierna las cosas angélicas, las cosas humanas y las cosas infernales. Es misericordiosísimo, justísimo, amorosísimo, fortísimo, potentísimo, simplicísimo, secretísimo, hermosísimo, sapientísimo. El Oriente conoce su voz, el Occidente le obedece, el Mediodía le reverencia, el Septentrión le acata. Su palabra hincha la creación, los astros velan su faz, los serafines reflejan su luz en sus alas encendidas, los cielos le sirven de trono, y la redondez de la tierra está colgada de su mano. Cuando los tiempos fueron cumplidos, el Dios católico mostró su faz; esto bastó para que todos los ídolos fabricados por los hombres cayeran derribados por el suelo. No podía ser de otra manera, si se atiende a que las teologías humanas no eran sino fragmentos mutilados de la teología católica, y a que los dioses de las naciones no eran otra cosa sino la deificación de alguna de las propiedades esenciales del Dios verdadero, del Dios bíblico.



El catolicismo se apoderó del hombre en su cuerpo, en sus sentidos y en su alma. Los teólogos dogmáticos le enseñaron lo que había de creer, los morales lo que había de obrar, y los místicos, remontándose sobre todos, le enseñaron a levantarse a lo alto en alas de la oración, esa escala de Jacob de piedras abrillantadas, por donde baja Dios hasta la tierra y sube el hombre hasta el cielo, hasta confundirse cielo y tierra, Dios y hombre, abrasados todos juntamente en el incendio de un amor infinito.



Por el catolicismo entró el orden en el hombre, y por el hombre en las sociedades humanas. El mundo moral encontró en el día de la redención las leyes que había perdido en el día de la prevaricación y del pecado. El dogma católico fue el criterio de las ciencias, la moral católica el criterio de las acciones, y la caridad el criterio de los afectos. La conciencia humana, salida de su estado caótico, vio claro en las tinieblas interiores, como en las tinieblas exteriores, y conoció la bienaventuranza de la paz perdida, a la luz de esos tres divinos criterios.



El orden pasó del mundo religioso al mundo moral, y del mundo moral al mundo político. El Dios católico, criador y sustentador de todas las cosas, las sujetó al gobierno de su providencia, y las gobernó por sus vicarios. San Pablo dice en su Epístola a los Romanos (c.13): Non est potestas nisi a Deo. Y Salomón, en los Proverbios (c.8 v.15): Per me reges regnant, et conditores legum justa decernunt. La autoridad de sus vicarios fue santa, cabalmente por lo que tuvo de ajena, es decir, de divina. La idea de la autoridad es de origen católico. Los antiguos gobernadores de las gentes pusieron su soberanía sobre fundamentos humanos; gobernaron para sí, y gobernaron por la fuerza. Los gobernadores católicos, teniéndose en nada a sí propios, no fueron otra cosa sino ministros de Dios y servidores de los pueblos. Cuando el hombre llegó a ser hijo de Dios, luego al punto dejó de ser esclavo del hombre. Nada hay a un tiempo mismo más respetable, más solemne y más augusto que las palabras que la Iglesia ponía en los oídos de los príncipes cristianos al tiempo de su consagración: «tomad este bastón como el emblema de vuestro sagrado poder, y para que podáis fortificar al débil, sostener al que vacila, corregir al vicioso y llevar al bueno por el camino de la salvación. Tomad el cetro como la regla de la equidad divina, que gobierna al bueno y castiga al malo; aprended por aquí a amar la justicia y a aborrecer la iniquidad». Estas palabras guardaban una consonancia perfecta con la idea de la autoridad legítima, revelada al mundo por Nuestro Señor Jesucristo: Scitis quia hi, qui videntur, principari gentibus, dominantur eis: et príncipes eorum potestatem habent ipsorum. Non ita est autem in vobis, sed quicumque voluerit fieri major, erit vester minister; et quicumque voluerit in vobis primus esse, erit omnium servus. Nam et filius hominis non venit ut ministraretur ei, sed ut ministraret, et daret animam suam redemptionem pro multis (Mc 10, 42-45).



Todos ganaron con esta revolución dichosa: los pueblos y sus gobernadores; los segundos, porque no habiendo dominado antes sino sobre los cuerpos por el derecho de la fuerza, gobernaron ya los cuerpos y los espíritus juntamente, sustentados por la fuerza del derecho; los primeros, porque de la obediencia del hombre pasaron a la obediencia de Dios, y porque de la obediencia forzada pasaron a la obediencia consentida. Empero, si todos ganaron, no ganaron todos igualmente, como quiera que los príncipes, en el hecho mismo de gobernar en nombre de Dios, representaban a la Humanidad desde el punto de vista de su impotencia para constituir una autoridad legítima por sí sola y en su nombre propio; mientras que los pueblos, en el hecho mismo de no obedecer en el príncipe sino a su Dios, eran los representantes de la más alta y gloriosa de las prerrogativas humanas, la que consiste en no sujetarse sino al yugo de la autoridad divina. Esto sirve para explicar, por una parte, la singular modestia con que resplandecen en la Historia los príncipes dichosos, a quienes los hombres llaman grandes, y la Iglesia llama santos; y por otra, la singular nobleza y altivez que se echa de ver en el semblante de todos los pueblos católicos. Una voz de paz, y de consuelo, y de misericordia se había levantado en el mundo, y había resonado hondamente en la conciencia humana; y esa voz había enseñado a las gentes que los pequeños y menesterosos nacen para ser servidos, porque son menesterosos y pequeños; que los grandes y los ricos nacen para servir, porque son ricos y porque son grandes. El catolicismo, divinizando la autoridad, santificó la obediencia; y santificando la una y divinizando la otra, condenó el orgullo en sus manifestaciones más tremendas, en el espíritu de dominación y en el espíritu de rebeldía. Dos cosas son de todo punto imposibles en una sociedad verdaderamente católica: el despotismo y las revoluciones. Rousseau, que tuvo algunas veces súbitas y grandes iluminaciones, ha escrito estas notables palabras: «Los gobiernos modernos son deudores indudablemente al cristianismo, por una parte, de la consistencia de su autoridad; y por otra, de que sean más grandes los intervalos entre las revoluciones. Ni se ha extendido a esto sólo su influencia, porque obrando sobre ellos mismos, los ha hecho más humanos; para convencerse de ello no hay más que compararlos con los gobiernos antiguos» (Emile 1.4). Y Montesquieu ha dicho: «No cabe duda sino que el cristianismo ha creado entre nosotros el derecho político que reconocemos en la paz, y el de gentes que respetamos en la guerra, cuyos beneficios no agradecerá nunca suficientemente el género humano» (Esprit des lois 1.29 c.3).



El mismo Dios, que es autor y gobernador de la sociedad política, es autor y gobernador de la sociedad doméstica. En lo más escondido, en lo más alto, en lo más sereno y luminoso de los cielos, reside un Tabernáculo inaccesible aun a los coros de los ángeles: en ese Tabernáculo inaccesible se está obrando perpetuamente el prodigio de los prodigios y el misterio de los misterios. Allí está el Dios católico, uno y trino, uno en esencia, trino en las Personas. El Padre engendra eternamente a su Hijo, y del Padre y del Hijo procede eternamente el Espíritu Santo. Y el Espíritu Santo es Dios, y el Hijo es Dios, y el Padre es Dios; y Dios no tiene plural, porque no hay más que un Dios, trino en las Personas y uno en la esencia. El Espíritu Santo es Dios como el Padre, pero no es Padre; es Dios como el Hijo, pero no es Hijo. El Hijo es Dios como el Espíritu Santo, pero no es Espíritu Santo; es Dios como el Padre, pero no es Padre; el Padre es Dios como el Hijo, pero no es Hijo; es Dios como el Espíritu Santo, pero no es Espíritu Santo. El Padre es omnipotencia, el Hijo es sabiduría, el Espíritu Santo es. amor; y el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo son infinito amor, potencia suma, perfecta sabiduría. Allí la unidad, dilatándose, engendra eternamente la variedad; y la variedad, condensándose, se resuelve en unidad eternamente. Dios es tesis, es antítesis y es síntesis; y es tesis soberana, antítesis perfecta, síntesis infinita. Porque es uno, es Dios; porque es Dios, es perfecto; porque es perfecto, es fecundísimo; porque es fecundísimo, es variedad; porque es variedad, es familia. En su esencia están, de una manera inenarrable e incomprensible, las leyes de la creación y los ejemplares de todas las cosas. Todo ha sido hecho a su imagen; por eso la creación es una y varia. La palabra universo tanto quiere decir como unidad y variedad juntas en uno.



El hombre fue hecho por Dios a imagen de Dios, y no solamente a su imagen, sino también a su semejanza; por eso el hombre es uno en la esencia y trino en las personas. Eva procede de Adán, Abel es engendrado por Adán y por Eva, y Abel y Eva y Adán son una misma cosa: son el hombre, son la naturaleza humana. Adán es el hombre padre, Eva es el hombre mujer, Abel es el hombre hijo. Eva es hombre como Adán, pero no es padre; es hombre como Abel, pero no es hijo. Adán es hombre como Abel, sin ser hijo, y como Eva, sin ser mujer. Abel es hombre como Eva, sin ser mujer, y como Adán, sin ser padre.



Todos estos nombres son nombres divinos, como son divinas las funciones significadas por ellos. La idea de la paternidad, fundamento de la familia, no ha podido caber en el entendimiento humano. Entre el padre y el hijo no hay ninguna de aquellas diferencias fundamentales que presentan una base bastante ancha para asentar en ella un derecho. La prioridad es un hecho y nada más; la fuerza es un hecho y nada más; la prioridad y la fuerza no pueden constituir por sí mismas el derecho de la paternidad, aunque pueden dar origen a otro hecho: el hecho de la servidumbre. El nombre propio del padre, supuesto este hecho, es el de señor, como el nombre del hijo es el de esclavo. Y esta verdad que nos dicta la razón, está confirmada por la Historia: en los pueblos olvidados de las grandes tradiciones bíblicas, la paternidad no ha sido nunca sino el nombre propio de la tiranía doméstica. Si hubiera existido un pueblo, olvidado por una parte de esas grandes tradiciones y apartado por otra del culto de la fuerza material, en ese pueblo los padres y los hijos hubieran sido y se hubieran llamado hermanos. La paternidad viene de Dios, y sólo de Dios puede venir en el nombre y en la esencia. Si Dios hubiera permitido el olvido completo de las tradiciones paradisíacas, el género humano, con la institución, hubiera perdido hasta su nombre.



La familia, divina en su institución, divina en su esencia, ha seguido en todas partes las vicisitudes de la civilización católica; y esto es tan cierto, que la pureza o la corrupción de la primera es siempre síntoma infalible de la pureza o de la corrupción de la segunda, así como la historia de las varias vicisitudes y trastornos de la segunda es la historia de los trastornos y de las vicisitudes por que va pasando la primera.



En las edades católicas, la tendencia de la familia es a perfeccionarse: de natural se convierte en espiritual, y del hogar pasa a los claustros. Mientras que los hijos se postran reverentes en el hogar a los pies del padre y de la madre, los habitantes de los claustros, hijos más rendidos y reverentes, bañan con lágrimas los sacratísimos pies de otro Padre mejor y el sacratísimo manto de otra Madre más tierna. Cuando la civilización católica va de vencida y entra en un período decadente, luego al punto la familia decae, su constitución se vicia, sus elementos se descomponen, y todos sus vínculos se relajan. El padre y la madre, entre quienes no puso Dios otro medianil sino el amor, ponen entre los dos el medianil de un ceremonial severo, mientras que una familiaridad sacrílega suprime la distancia que puso Dios entre los hijos y los padres, echando por el suelo el medianil de la reverencia. La familia, entonces envilecida y profanada, se dispersa, y va a perderse en los clubs y en los casinos.



La historia de la familia puede encerrarse en pocos renglones. La Familia divina, ejemplar y modelo de la familia humana, es eterna en todos sus individuos. La familia humana espiritual, que después de la divina es la más perfecta de todas, dura en todos sus individuos lo que dura el tiempo; la familia humana natural, entre el padre y la madre, dura lo que dura la vida, y entre el padre y los hijos, largos años. La familia humana anticatólica dura entre el padre y la madre algunos años; entre el padre y los hijos, algunos meses; la familia artificial de los clubs dura un día; la del casino, un instante. La duración es aquí, como en otras muchas cosas, la medida de las perfecciones. Entre la familia divina y la humana de los claustros hay la misma proporción que entre el tiempo y la eternidad; entre la espiritual de los claustros, la más perfecta, y la sensual de los clubs, la más imperfecta de todas las humanas, hay la misma proporción que entre la brevedad del minuto y la inmensidad de los tiempos.

Juan Donoso Cortés; Ensayo sobre el Catolicismo, el Liberalismo y el Socialismo; Libro I, cap. II

De cómo en toda gran cuestión política va envuelta siempre una gran cuestión teológica


M. Proudhon ha escrito en sus Confesiones de un revolucionario estas notables palabras: «Es cosa que admira el ver de qué manera en todas nuestras cuestiones políticas tropezamos siempre con la teología». Nada hay aquí que pueda causar sorpresa, sino la sorpresa de M. Proudhon. La teología, por lo mismo que es la ciencia de Dios, es el océano que contiene y abarca todas las ciencias, así como Dios es el océano que contiene y abarca todas las cosas.



Todas ellas estuvieron antes de que fueran y están después de creadas en el entendimiento divino; porque, si Dios las hizo de la nada, las ajustó a un molde que está en Él eternamente Todas están allí por aquella altísima manera con que están los efectos en sus causas, las consecuencias en sus principios, los reflejos en la luz, las formas en sus eternos ejemplares. En Él están juntamente la anchura de la mar, la gala de los campos, las armonías de los globos, las pompas de los mundos, el esplendor de los astros, las magnificencias de los cielos. Allí está la medida, el peso y número de todas las cosas; y todas las cosas salieron de allí con número, peso y medida. Allí están las leyes inviolables y altísimas de todos los seres, y cada cual está bajo el imperio de la suya. Todo lo que vive, encuentra allí las leyes de la vida; todo lo que vegeta, las leyes de la vegetación; todo lo que se mueve, las leyes del movimiento; todo lo que tiene sentido, la ley de las sensaciones; todo el que tiene inteligencia, la ley de los entendimientos; todo el que tiene libertad, la ley de las voluntades. De esta manera puede afirmarse, sin caer en el panteísmo, que todas las cosas están en Dios y que Dios está en todas las cosas.



Esto sirve para explicar por qué causa, al compás mismo con que se disminuye la fe, se disminuyen las verdades en el mundo; y por qué causa la sociedad que vuelve la espalda a Dios ve ennegrecerse de súbito, con aterradora oscuridad, todos sus horizontes. Por esta razón, la religión ha sido considerada por todos los hombres y en todos los tiempos como el fundamento indestructible de las sociedades humanas: Omnis humanae societatis fundamentum convellit qui religionem convellit, dice Platón en el libro X de sus Leyes. Según Jenofonte (sobre Sócrates), «las ciudades y naciones más piadosas han sido siempre las más duraderas y más sabias». Plutarco afirma (contra Colotés) que «es cosa más fácil fundar una ciudad en el aire que constituir una sociedad sin la creencia de los dioses». Rousseau, en el Contrato social (1.4 c.8), observa que «jamás se fundó Estado ninguno sin que la religión le sirviese de fundamento». Voltaire dice (Tratado de la tolerancia c.20) que «allí donde hay una sociedad, la religión es de todo punto necesaria». Todas las legislaciones de los pueblos antiguos descansan en el temor de los dioses. Polibio declara que ese santo temor es todavía más necesario que en los otros en los pueblos libres. Numa, para que Roma fuese la ciudad eterna, hizo de ella la ciudad santa. Entre los pueblos de la antigüedad, el romano fue el más grande, cabalmente porque fue el más religioso. Como César hubiera pronunciado un día en pleno Senado ciertas palabras contra la existencia de los dioses, luego al punto Catón y Cicerón se levantaron de sus sillas para acusar al mozo irreverente de haber pronunciado una palabra funesta a la República. Cuéntase de Fabricio, capitán romano, que, como oyese al filósofo Cineas mofarse de la divinidad en presencia de Pirro, pronunció estas palabras memorables: «Plegue a los dioses que nuestros enemigos sigan esta doctrina cuando estén en guerra con la República».



La diminución de la fe, que produce la diminución de la verdad, no lleva consigo forzosamente la diminución, sino el extravío de la inteligencia humana. Misericordioso y justo a un tiempo mismo, Dios niega a las inteligencias culpables la verdad, pero no les niega la vida; las condena al error, mas no a la muerte. Por eso, todos hemos visto pasar delante de nuestros ojos esos siglos de prodigiosa incredulidad y de altísima cultura, que han dejado en pos de sí un surco, menos luminoso que inflamado, en la prolongación de los tiempos, y que han resplandecido con una luz fosfórica en la Historia. Poned, sin embargo, en ellos vuestros ojos; miradlos una vez y otra vez, y veréis que sus resplandores son incendios y que no iluminan sino porque relampaguean. Cualquiera diría que su iluminación procede de la explosión súbita de materias de suyo oscuras, pero inflamables, más bien que de las purísimas regiones donde se engendra aquella luz apacible, dilatada suavemente en las bóvedas del cielo, con soberano pincel, por un pintor soberano.



Y lo mismo que aquí se dice de las edades, puede decirse de los hombres. Negándoles o concediéndoles la fe, les niega Dios o les quita la verdad; ni les da ni les quita la inteligencia. La de los incrédulos puede ser altísima, y la de los creyentes humilde: la primera, empero, no es grande sino a la manera del abismo, mientras que la segunda es santa a la manera de un tabernáculo: en la primera habita el error, en la segunda la verdad. En el abismo está, con el error, la muerte; en el tabernáculo, con la verdad, la vida. Por esta razón, para aquellas sociedades que abandonan el culto austero de la verdad por la idolatría del ingenio, no hay esperanza ninguna. En pos de los sofismas vienen las revoluciones, y en pos de los sofistas los verdugos.



Posee la verdad política el que conoce las leyes a que están sujetos los gobiernos; posee la verdad social el que conoce las leyes a que están sujetas las sociedades humanas; conoce estas leyes el que conoce a Dios; conoce a Dios el que oye lo que Él afirma de sí y cree lo mismo que oye. La teología es la ciencia que tiene por objeto esas afirmaciones. De donde se sigue que toda afirmación relativa a Dios, o, lo que es lo mismo, que toda verdad política o social se convierte forzosamente en una verdad teológica.



Si todo se explica en Dios y por Dios, y la teología es la ciencia de Dios, en quien y por quien todo se explica, la teología es la ciencia de todo. Si lo es, no hay nada fuera de esa ciencia, que no tiene plural; porque el todo, que es su asunto, no le tiene. La ciencia política, la ciencia social, no existen sino en calidad de clasificaciones arbitrarias del entendimiento humano. El hombre distingue en su flaqueza lo que está unido en Dios con una unidad simplicísima. De esta manera distingue las afirmaciones políticas de las afirmaciones sociales y de las afirmaciones religiosas, mientras que en Dios no hay sino una afirmación, única, indivisible y soberana. Aquel que, cuando habla explícitamente de cualquiera cosa, ignora que habla implícitamente de Dios, y que, cuando habla explícitamente de cualquier ciencia, ignora que habla implícitamente de teología, puede estar cierto de que no ha recibido de Dios sino la inteligencia absolutamente necesaria para ser hombre. La teología, pues, considerada en su acepción más general, es el asunto perpetuo de todas las ciencias, así como Dios es el asunto perpetuo de las especulaciones humanas. Toda palabra que sale de los labios del hombre es una afirmación de la divinidad, hasta aquella que la maldice o que la niega. El que, revolviéndose contra Dios, exclama frenético, diciendo: «Te aborrezco, tú no existes», expone un sistema completo de teología, de la misma manera que el que levanta a Él el corazón contrito y le dice: «Señor, hiere a tu siervo que te adora». El primero arroja a su rostro una blasfemia, el segundo pone a sus pies una oración; ambos, empero, le afirman, aunque cada cual a su manera, porque ambos pronuncian su nombre incomunicable.



En la manera de pronunciar ese nombre está la solución de los más temerosos enigmas: la vocación de las razas, el encargo providencial de los pueblos, las grandes vicisitudes de la Historia, los levantamientos y las caídas de los imperios más famosos, las conquistas y las guerras, los diversos temperamentos de las gentes, la fisonomía de las naciones y hasta su varia fortuna.



Allí donde Dios es la infinita sustancia, el hombre, entregado a una contemplación silenciosa, da la muerte a sus sentidos, y pasa la vida como un sueño, acariciado por brisas olorosas y enervantes. El adorador de la infinita sustancia está condenado a una esclavitud perpetua y a una indolencia infinita: el desierto tendrá para él algo de divino sobre la ciudad, porque es más silencioso, más solitario y más grande; y, sin embargo, no le adorará como a su dios, porque el desierto no es infinito; el océano sería su única divinidad, porque lo abarca todo, si no tuviera extrañas turbulencias y ruidos extraños; el sol, que todo lo alumbra, sería digno de su culto, si no abrazara con su vista su disco resplandeciente; el cielo sería su señor, si no hubiera lumbreras; y la noche, si no tuviera rumores; su dios es todas estas cosas juntas: inmensidad, oscuridad, inmovilidad, silencio. Allí se levantarán a lo alto, y de repente, por la secreta virtud de una vegetación poderosa, imperios colosales y bárbaros, que caerán con estrépito en un día, abrumados por la inmensa pesadumbre de otros más gigantescos y colosales, sin dejar rastro en la memoria de los hombres ni de su caída ni de su levantamiento; los ejércitos estarán sin disciplina, como los individuos sin inteligencia; el ejército será, ante todas cosas y principalmente, muchedumbre; la guerra tendrá menos por objeto averiguar cuál es la nación más heroica que cuál es el imperio más populoso; la victoria misma no será un titulo de legitimidad sino porque es el símbolo de la divinidad siéndolo de la fuerza. Como se ve, la teología y la historia indostánica son una cosa misma.



Volviendo los ojos al Occidente, se ve, como tendida a sus puertas, una región que da entrada a un nuevo mundo en lo moral, en lo político y en lo teológico. La inmensa divinidad oriental se descompone allí y pierde lo que tiene de austero y de formidable: su unidad es multitud. La divinidad era allí inmóvil; la multitud bulle aquí sin reposo. Todo era allí silencio; todo es aquí rumores, cadencias y armonías. La divinidad oriental se prolongaba por todos los tiempos y rebosaba por todos los espacios; la gran familia divina tiene aquí su árbol genealógico y cabe toda con anchura en la cumbre de un monte. Una eterna paz reposa en el dios del Oriente; todo es aquí, en el alcázar divino, guerra, confusión y tumulto. La unidad política pasa por las mismas vicisitudes que la unidad religiosa: aquí es un imperio cada ciudad, mientras que allí todas las muchedumbres formaban un imperio. A un dios corresponde un rey; a una república de dioses, otra de ciudades. En esta multitud de ciudades y de dioses todo será desordenado y confuso; los hombres tendrán un no sé qué de heroico y de divino, y los dioses un no sé qué de terrenal y humano; los dioses darán a los hombres la comprensión de las grandes cosas y el instinto de las cosas bellas, y los hombres darán a los dioses sus discordias y sus vicios; habrá hombres de alta fama y virtud, y dioses incestuosos y adúlteros. Impresionable y nervioso, ese pueblo será grande por sus poetas y famoso por sus artistas, y se dará al mundo en espectáculo; la vida no será bella a sus ojos sino en cuanto resplandece con los reflejos de la gloria, ni tendrá a la muerte por tremenda sino en cuanto le siga el olvido; sensual hasta en la medula de sus huesos, no verá en la vida sino los placeres, y tendrá la muerte por dichosa si muere entre flores. La familiaridad y el parentesco con sus dioses hará a ese pueblo vano, caprichoso, locuaz y petulante; falto de respeto a la divinidad, carecerá la gravedad en sus designios de fijeza en sus propósitos, de consistencia en sus resoluciones. El mundo oriental se presentará a sus ojos como una región llena de sombras o como un mundo poblado de estatuas: el Oriente a su vez, poniendo los ojos en su vida tan efímera, en su muerte tan temprana, en su gloria tan breve, le llamará pueblo de niños. Para el uno la grandeza está en la duración, para el otro en el movimiento. De esta manera la teología griega, y la historia griega, y el temperamento griego son una misma cosa.



Este fenómeno es visible sobre todo en la historia del pueblo romano. Sus principales dioses, de familia etrusca, por lo que tenían de dioses, eran griegos; por lo que tenían de etruscos, eran orientales; por lo que tenían de griegos, eran muchos; por lo que tenían de orientales, eran austeros y sombríos. En política, como en religión, Roma es a un mismo tiempo el Oriente y el Occidente. Es una ciudad como la de Teseo, y un imperio como el de Ciro. Roma figura a Jano: en su cabeza hay dos caras, y en sus dos caras dos semblantes; el uno es el símbolo de la duración oriental, y el otro el del movimiento griego. Tan grande es su movilidad, que llega a los confines del mundo; y tan agigantada su duración, que el mundo la llama eterna. Criada por el consejo divino para preparar las vías a Aquel que había de venir, su encargo providencial fue asimilarse todas las teologías y dominar a todas las gentes. Obedeciendo a un llamamiento misterioso, todos los dioses suben al Capitolio romano; y pasmadas las gentes con un súbito terror, derriban al suelo su cerviz todos los pueblos y todas las naciones. Todas las ciudades, unas después de otras, se ven desamparadas de sus dioses; los dioses, unos después de otros, se ven despojados de todos sus templos y de todas sus ciudades. Su gigantesco imperio tiene por suya la legitimidad oriental, esto es, la muchedumbre, y la fuerza, y la legitimidad del Occidente, esto es, la inteligencia y la disciplina. Por eso todo lo avasalla y nada le resiste, todo lo tritura y nadie se queja. De la misma manera que su teología tiene al mismo tiempo algo de diferente y algo de común con todas las teologías, Roma tiene algo que le es propio y mucho que le es común con todas las ciudades vencidas por sus armas o deslustradas por su gloria: tiene de Esparta la severidad, de Atenas la cultura, de Menfis la pompa, y la grandeza de Babilonia y de Nínive. Para decirlo todo de una vez, el Oriente es la tesis, el Occidente su antítesis, Roma la síntesis; y el romano Imperio no significa otra cosa sino que la tesis oriental y la antítesis occidental han ido a perderse y a confundirse en la síntesis romana. Descompóngase ahora en sus elementos constitutivos esa poderosa síntesis, y se observará que no es síntesis en el orden político y social sino porque lo es también en el orden religioso. En los pueblos orientales como en las repúblicas griegas y en el Imperio romano como en las repúblicas griegas y en los pueblos orientales, los sistemas teológicos sirven para explicar los sistemas políticos: la teología es la luz de la Historia.



La grandeza romana no podía bajar del Capitolio sino por los mismos medios que la habían servido para subir a su cumbre. Nadie podía asentar su planta en Roma sino con el permiso de sus dioses; nadie podía escalar el Capitolio sino derrocando antes a Júpiter Optimo Máximo. Los antiguos, que tenían una noticia confusa de la fuerza vital que reside en el sistema religioso, creían que ninguna ciudad podía ser vencida si antes no era abandonada por los dioses nacionales. Seguíase de aquí, en todas las guerras de ciudad a ciudad, de pueblo a pueblo y de raza a raza, una contienda espiritual y religiosa, que seguía los mismos pasos que la material y política. Los sitiados, al mismo tiempo que resistían con el hierro, volvían los ojos a sus dioses para que no los dejaran en mísero abandono. Los sitiadores a su vez los conjuraban al abandono de la ciudad con misteriosas imprecaciones. ¡Desventurada la ciudad en donde resonaba tremenda aquella voz que decía: «Vuestros dioses se van, vuestros dioses os abandonan!». El pueblo de Israel no podía ser vencido cuando Moisés levantaba las manos al Señor, y no podía vencer cuando las derribaba hacia el suelo; Moisés es la figura del género humano, proclamando en todas edades, con diferentes fórmulas y de diferente manera, la omnipotencia de Dios y la dependencia del hombre, el poderío de la religión y la virtud de las plegarias.



Roma sucumbió porque sus dioses sucumbieron; su imperio acabó porque acabó su teología. De esta manera, la Historia viene a poner como de relieve el gran principio que esta en lo más hondo del abismo de la conciencia humana.



Roma había dado al mundo sus Césares y sus dioses. Júpiter y César Augusto se habían dividido entre sí el grande Imperio de las cosas humanas y divinas. El sol, que había visto levantarse y caer agigantados imperios, no había visto ninguno, desde el día de su creación, de tan augusta majestad y de tan extraña grandeza. Todas las gentes habían recibido su yugo; hasta las más ásperas y agrestes habían doblado sus cervices; el mundo había depuesto las armas, la tierra guardaba silencio.



Por aquel tiempo nació, en humilde establo, de padres humildes, un Niño prodigioso en la tierra de los prodigios. Decíase de él que al tiempo de aparecer entre los hombres había brillado una nueva estrella en el cielo; que apenas nacido, había sido adorado de pastores y de reyes; que espíritus angélicos habían hablado a los hombres y habían cruzado por los aires; que su nombre incomunicable y misterioso había sido pronunciado en el principio del mundo; que los patriarcas habían aguardado su venida; que los profetas habían anunciado su reino, y que hasta las sibilas habían cantado sus victorias. Estos extraños rumores habían llegado hasta los oídos de los servidores del César, y de aquí un vago terror y sobresalto en sus pechos. Ese sobresalto y ese vago terror pasaron, sin embargo, muy pronto, cuando vieron que los días y las noches proseguían como siempre en perpetua rotación, y que el sol seguía iluminando como antes el horizonte romano. Y dijeron para sí los gobernadores imperiales: El César es inmortal, y los rumores que oímos fueron rumores de gente asustadiza y ociosa. Y así pasaron treinta años; contra las preocupaciones del vulgo hay un remedio eficaz: el desprecio y el olvido.



Pero véase aquí que, pasados treinta años, la gente descontentadiza y ociosa vuelve a buscar, en nuevos y más extraños rumores, un nuevo alimento a sus ocios. El Niño se había hecho hombre; al decir de las gentes, al recibir en su cabeza las aguas del Jordán, había venido sobre Él un espíritu en figura de paloma, se habían rasgado los cielos y había resonado una voz clamando en las alturas: «Este es mi Hijo muy querido». Entre tanto, el que le bautizó, hombre austero y sombrío, habitante en los desiertos y aborrecedor del género humano, clamaba a las gentes sin cesar: «Haced penitencia», y señalando con el dedo al Niño hecho hombre, daba este testimonio de Él: «Este es el Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo». Que en todo esto había una farsa de mal género, representada por farsantes de mala especie, era cosa que para todos los espíritus fuertes de aquella edad no ofrecía ningún género de duda. «El pueblo judío -decían- fue siempre muy dado a sortilegios y supersticiones: en las edades pasadas, y cuando volvía sus ojos oscurecidos con el llanto hacia su abandonado templo y hacia su patria perdida, esclavo del babilonio, un gran conquistador, anunciado por sus profetas, le había redimido del cautiverio y le había devuelto a un tiempo mismo su templo y su patria; no era, pues, cosa extraña, sino antes muy natural, que aguardara una nueva redención y un nuevo Libertador que quebrantara para siempre en su cerviz la dura cadena de Roma».



Si no hubiera habido más que esto, las gentes despreocupadas y entendidas de aquella edad hubieran dejado caer probablemente estos rumores, como hicieron con los pasados, hasta que el tiempo, ese gran ministro de la razón humana, los hubiera desvanecido por los aires; pero no sé qué hado funesto dispuso de otra manera las cosas; porque sucedió que Jesús (éste era el nombre de la persona de quien se contaban tan grandes prodigios) comenzó a enseñar una nueva doctrina y a obrar obras espantables. Su audacia o su locura llegó a punto de llamar hipócritas y soberbios a los soberbios e hipócritas, y blanqueados sepulcros a los que eran sepulcros blanqueados. La dureza de sus entrañas fue tan grande, que aconsejó a los pobres la paciencia, y escarneciéndolos después, celebró su buena ventura. Para vengarse de los ricos, que le tuvieron siempre en menos, les dijo: «Sed misericordiosos». Condenó la fornicación y el adulterio, y comió el pan de los fornicadores y adúlteros. Desdeñó, tan grande era su envidia, a los doctores y a los sabios; y conversó, tan ruines eran sus pensamientos, con gentes rudas y groseras. Fue tan extremado en el orgullo, que se llamó el Señor de las tierras, de los mares y de los cielos; y fue tan consumado en las artes de la hipocresía, que lavó los pies a unos pobres pescadores. A pesar de su austeridad estudiada, dijo que su doctrina era amor; condenó el trabajo en Marta y santificó el ocio en María; estuvo en relaciones secretas con los espíritus infernales, y por precio de su alma recibió el don de los milagros. Las turbas le seguían, y le adoraban las muchedumbres.



Como se ve, a pesar de su buena voluntad, no podían permanecer por más tiempo impasibles los guardadores de las cosas santas y de las prerrogativas imperiales, responsables como eran, por razón de sus oficios, de la majestad de la religión y de la paz del Imperio. Lo que les movió principalmente a salir de su reposo fue el aviso que tuvieron de que, por una parte, una grande multitud de gentes había estado a punto de proclamar a Jesús Rey de los judíos; y por otra, se había llamado a sí mismo Hijo de Dios y había intentado apartar a los pueblos del pago de los tributos.



El que tales cosas había dicho, y el que tales obras había obrado, era necesario que muriera por el pueblo. Faltaba sólo justificar estos cargos y aclarar debidamente estos puntos. Por lo tocante a los tributos, como fuese preguntado sobre el particular, dio aquella célebre respuesta con que desconcertó a los curiosos diciéndoles: «Dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César»; que fue tanto como decir: «Os dejo vuestro César, y os quito vuestro Júpiter». Preguntado por Pilato y por el gran sacerdote, ratificó su dicho, afirmando de sí que era el Hijo de Dios; pero que no era de este mundo su reino. Entonces dijo Caifás: «Este hombre es culpable y debe morir». y Pilato al revés: «Dejad libre a este hombre, porque es inocente».



Caifás, gran sacerdote, miraba la cuestión desde el punto de vista religioso; Pilato, hombre lego, miraba la cuestión desde el punto de vista político. Pilato no podía comprender qué tenía que ver el Estado con la religión, César con Júpiter, la política con la teología; Caifás, por el contrario, pensaba que una nueva religión trastornaría el Estado, que un nuevo Dios destronaría al César, y que la cuestión política iba envuelta en la cuestión teológica. La muchedumbre pensaba instintivamente como Caifás, y en sus roncos bramidos llamaba a Pilato enemigo de Tiberio. La cuestión quedó en este estado por entonces.



Pilato, tipo inmortal de los jueces corrompidos, sacrificó el justo al miedo, y entregó a Jesús a las furias populares, y creyó purificar su conciencia lavándose las manos. El Hijo de Dios subió a la cruz lleno de vilipendios y ludibrios: allí se levantaron contra Él, con sus manos y con sus bocas, los ricos y los pobres, los hipócritas y los soberbios, los sacerdotes y los sabios, las mujeres de mala vida y los hombres de mala conciencia, los adúlteros y los fornicadores. El Hijo expiró en la cruz pidiendo por sus verdugos y encomendando su espíritu a su Padre.



Todo entró por un momento en reposo; pero después viéronse cosas que aún no habían visto los ojos de los hombres: la abominación de la desolación en el templo; las matronas de Sión maldiciendo su fecundidad; los sepulcros hendidos; Jerusalén sin gente; sus muros por el suelo; su pueblo disperso por el mundo; el mundo en armas; las águilas de Roma dando al aire míseros alaridos; Roma sin Césares y sin dioses; las ciudades despobladas, y poblados los desiertos; por gobernadores de las naciones, hombres que no saben leer, vestidos de pieles; muchedumbres obedeciendo a la voz de aquel que dijo en el Jordán: «Haced penitencia», y a la voz de aquel otro que dijo: «El que quiera ser perfecto, que deje todas las cosas, que tome su cruz y me siga»; y los reyes adorando la Cruz, y la Cruz levantada en todas partes.



¿Por qué tan grandes mudanzas y trastornos? ¿Por qué tan grande desolación y tan universal cataclismo? ¿Qué significa eso? ¿Qué sucede? Nada: que unos nuevos teólogos andan anunciando una nueva teología por el mundo.

Juan Donoso Cortés; Ensayo sobre el Catolicismo, el Liberalismo y el Socialismo; Libro I, cap. I

jueves, 3 de noviembre de 2011

El apóstol Santiago y el mundo hispano


Principales fragmentos del estudio publicado en Buenos Aires
por Don Zacarías de Vizcarra, honra de nuestro sacerdocio,
para animar, durante las presentes tribulaciones, a los
católicos españoles, con la visión de las pasadas misiones
y de los destinos futuros de España y de la Hispanidad.
Las angustias presentes nos obligan a levantar nuestros ojos y nuestros corazones hacia la gran figura de Santiago el Mayor, Padre, Fundador y Patrono celestial de la Iglesia Española, en busca de aliento, consuelo, protección y esperanzas.
Nuestro Apóstol, en el breve espacio de los nueve años que transcurrieron entre la muerte de Jesucristo (año 33) y su martirio en Jerusalén (año 42), supo hacer honor al sobrenombre que le había puesto su Divino Maestro, cuando le denominó «Hijo del Trueno».
Caballero andante de Cristo, se alejó de la Palestina y de las regiones colindantes, mucho antes que ningún otro Apóstol, y, en una correría evangélica tan rápida como arrolladora, llegó hasta el confín del mundo entonces conocido, recorrió a lo largo y a lo ancho la Península Ibérica, y fundó en ella la Iglesia Española, que había de ser a su vez, con el tiempo, Madre fecunda de otras veinte Iglesias, en mundos desconocidos de América y Oceanía.
Terminada esta gran obra, retornó a la Palestina, cuando aún no se habían alejado de ella los demás Apóstoles, y comenzó a [386] predicar públicamente, en Jerusalén, la doctrina de su Maestro, con tal brío y elocuencia, que mereció ser sacrificado por Herodes Agripa, como se narra en el sagrado libro de los Hechos de los Apóstoles (XII, 2), por haberse concentrado en su persona el odio de los judíos contra los discípulos de Cristo.
Fue el primer Apóstol que selló con su sangre el Evangelio, entregando su cuello a la espada. Es también el que ha dado a la Iglesia Romana mayor número de hijos espirituales, en las veinte naciones por las que se extendió y consolidó la Iglesia española, fundada por él.
La paternidad espiritual de Santiago nos impone deberes que fácilmente descuidamos y olvidamos, tanto en España como en América, porque: 1.º, cada Iglesia debe amar y venerar especialmente al Apóstol que la fundó, reconociendo en él a su Padre en Cristo; 2.º, los fieles de cada Iglesia deben imitar especialmente el carácter y virtudes de su propio Apóstol.
La razón de este segundo deber está en que Jesucristo, con la sabiduría infinita de que estaba dotado, preveía las necesidades especiales de cada uno de los pueblos adonde se había de dirigir cada uno de sus Apóstoles, y destinó para ellos al Padre espiritual que más les convenía, sobre todo tratándose de pueblos como el español, que tenían reservadas altas misiones en su Providencia.
Desde hace poco más de un siglo, las Iglesias de América han constituido Provincias desligadas de su antigua Metrópoli; pero, en los tres primeros siglos de su nacimiento, constitución y crecimiento, han sido mero desarrollo extensivo y parte integrante de la Iglesia española, que es la Iglesia de Santiago.
Por consiguiente, su Padre en la fe, lo mismo que el de las restantes diócesis españolas, es Santiago el Mayor, y siguen siendo moralmente una parte integrante de la gran Iglesia Jacobea, extendida por todo el hemisferio occidental.
Santiago, uno de los tres Apóstoles predilectos de Cristo
Consta por los Santos Evangelios que Jesucristo distinguió con un amor especial a tres de sus Apóstoles: a Simón Pedro, a Santiago el Mayor y a su hermano Juan Evangelista.
Sólo a estos tres distinguió Jesucristo con sobrenombres nuevos, [387] impuestos por El. A Simón le llamó Pedro (es decir, «Cefas», que significa «Piedra»), porque había de ser el Jefe Supremo y «Piedra fundamental» de su Iglesia futura. A Santiago y a Juan los llamó «Boanerges», que quiere decir «Hijos del trueno».
Sólo a estos tres Apóstoles separó de los demás, en las ocasiones más solemnes, para darles muestra de su especial aprecio. Ellos sólo fueron elegidos para verle transfigurado en el Tabor; ellos solos presenciaron la resurrección de la hija de Jairo, porque Jesucristo, como dice San Marcos «no permitió que le siguiese ninguno, fuera de Pedro y Santiago y Juan el hermano de Santiago» (V, 37); ellos solos fueron testigos de su agonía en el Huerto de las Olivas.
¿Qué representaban estos tres Apóstoles? San Pedro representaba la cabeza del futuro cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia; Santiago y San Juan Evangelista representaban el brazo derecho y el brazo izquierdo de Jesucristo y de su representante San Pedro.
La Iglesia Romana es indiscutiblemente el centro de la Iglesia de Cristo. A los dos lados de la Iglesia Romana se levantan la Iglesia Occidental fundada por Santiago, y la Iglesia Oriental que reconoce como su principal Apóstol a su hermano San Juan, el más joven de todos los Apóstoles.
La Iglesia Oriental tuvo una brillantísima juventud; pero luego decayó lamentablemente, con tenaces herejías y con el funestísimo Cisma Oriental, que todavía dura. La Iglesia del joven San Juan, después de su juventud, fue más bien carga que apoyo para Pedro, y el mismo San Juan abandonó su sepultura del Oriente Cismático y se refugió en Roma, junto al sepulcro de Pedro. La Iglesia de Juan es desde hace siglos la izquierda de Pedro. Hasta en el mapa mundi físico, la Iglesia Oriental queda a la izquierda de Roma. Porque la orientación normal es la del Sol. Y mirando a éste desde Roma, en su curso medio, la Iglesia Oriental queda a la izquierda de la Iglesia Romana.
En cambio, la Iglesia de Santiago, aun físicamente considerada, queda a la derecha de la Iglesia Romana, tanto en el Viejo como en el Nuevo Mundo. Y mucho más si consideramos la derecha en su sentido moral. La Iglesia de Santiago es la que ha dado mayor número de fieles y de naciones enteras a la Iglesia Romana. Es la que ha mantenido siempre, en conjunto, mejores relaciones [388] y más leal adhesión a la Cátedra de Pedro. Es la que ha defendido a la Iglesia Católica más denodadamente, en las grandes crisis de la historia. Es la primera nación que reconoció prácticamente, desde el año 254, la suprema potestad judicial del Romano Pontífice, apelando a ella contra la sentencia pronunciada por un concilio nacional de la misma Península. (Marx, Historia de la Iglesia, pág. 99.)
Vemos, pues, que se cumplió literalmente lo que había pedido para los dos primos de Jesucristo su madre Santa María Salomé, cuando ésta, postrada a los pies del divino Maestro, le dijo: «Manda que estos dos hijos míos se sienten en tu reino, uno a tu derecha y otro a tu izquierda.» (Evangelio de San Mateo, XX, 20.)
Derrota del Arrianismo.– El arrianismo fue la primera herejía que desgarró a la Iglesia, después de su libertad, en el siglo IV, y también la más peligrosa de todas las que ha sufrido la Iglesia, hasta la rebelión protestante. Negaba solapadamente la divinidad de Cristo, y arrastró hacia el error a gran número de Obispos e Iglesias particulares, hasta llegar a dar la impresión de que todo el orbe se estaba convirtiendo en arriano.
El brazo fuerte que tuvo a raya esta gran rebelión contra la Iglesia, fue el de Osio el Grande, secundado por el infatigable doctor alejandrino San Atanasio.
Osio aconsejó la convocación del primer Concilio Universal de la Iglesia; Osio lo organizó en Nicea, con la ayuda de Constantino, enviando carros y viáticos a todos los Obispos del mundo, para trasladarse a aquella primera augusta asamblea; Osio la presidió en nombre del Romano Pontífice; Osio dictó solemnemente al secretario del Concilio el Símbolo de la Fe Ortodoxa, que fue aclamado y suscrito por la augusta asamblea y sigue rezándose y cantándose por toda la Iglesia, en las misas de los domingos y días solemnes, para proclamar a Jesucristo: «Dios verdadero procedente de Dios verdadero, engendrado y no hecho, consubstancial con el Padre, &c.»).
De tal manera se convirtió Osio en campeón de la fe católica, que llegó a ser presidente obligado de los concilios subsiguientes, como el de Milán y el de Sárdica, recibió el título de «Príncipe de los Concilios», y mereció que los arrianos, después de haber arrastrado a su bando al sucesor de Constantino, escribieran así al emperador arriano: «Todo es inútil mientras Osio de Córdoba esté [389] en pie... Basta la autoridad de su palabra para arrastrar a todo el mundo contra nosotros. El símbolo de Nicea es obra suya, y somos herejes porque él lo pregona.»
Fue tal el odio de los arrianos contra Osio, que la tempestad de calumnias y libelos desatada contra él, en vida y después de muerto, llegó a impedir que fuera venerado en los altares por las Iglesias del Occidente, aunque recibe culto en las del Oriente, donde vindicó su memoria San Atanasio el Grande.
Notemos finalmente que el triunfo decisivo contra el arrianismo tuvo también lugar en España, el año 589, cuando el Rey visigodo Recaredo, con todo el ejército y pueblo germánico arriano que había invadido a España, abjuró sus errores en el famoso Concilio III de Toledo, y abrazó la fe católica de los españoles.
* * *
Derrota del Mahometismo.– Nadie ignora que España fue el muro en que se estrelló la expansión arrolladora del imperio mahometano, que, desde el Africa, había invadido a Europa, a través del estrecho de Gibraltar.
Siete siglos y medio luchó España sin tregua contra los feroces muslimes, cuya religión prometía el paraíso a todos los que muriesen guerreando con la espada contra los que no abrazasen la doctrina del Corán.
Esta lucha titánica se terminó el mismo año 1492, en que las naves españolas descubrieron un nuevo mundo infiel, que había de ser convertido a la fe de Cristo.
Tampoco es preciso recordar que el predominio creciente del imperio turco mahometano, en el Oriente de Europa, tuvo su tumba en las aguas de Lepanto, bajo el mando del príncipe español don Juan de Austria y por el valor de los marinos españoles, acompañados solamente por los soldados pontificios y venecianos.
* * *
Victoria del Universalismo Católico.– Dos tumbas, en los dos puntos extremos del mundo cristiano, fueron, como dice Guéranger {(1) L'anné liturgique, XXV juillet.}, en la Edad Media, los dos polos predestinados por Dios [390] para un movimiento absolutamente incomparable en la historia de las naciones.
La tumba de Jesucristo en Jerusalén, y la tumba del Hijo del Trueno en Compostela fueron las que arrastraron hacia sí el corazón de la Europa medioeval, enviando a la primera ejércitos de guerreros y peregrinos, y a la otra ejércitos mucho mayores de solos peregrinos, en que iban confundidos en un solo ideal hombres de todas las razas y naciones, cantando en todas las lenguas las alabanzas de Jesucristo y de Santiago.
Estas dos peregrinaciones dieron origen a las Ordenes caballerescas, destinadas primitivamente a proteger a los peregrinos.
Cuentan los viejos cronistas de Carlomagno, que el emperador de la barba florida, en el atardecer de un día de recia labor guerrera, en los bordes del mar de Frisia, se quedó contemplando, en el cielo claro, la Vía Láctea, cuajada de innumerables estrellas; y, recordando con nostalgia, en aquellas lejanas riberas, a los peregrinos de Santiago, dijo a sus guerreros que aquella faja brillante que atravesaba el cielo azul de oriente a occidente, era la línea que señalaba a los peregrinos de todo el mundo la dirección que habían de seguir para encontrar la Casa del Señor Santiago.
La tumba de Compostela fue cátedra sagrada de toda Europa.
* * *
Derrota de la Idolatría en el Nuevo Mundo.– El vasto hemisferio de América y Oceanía, esclavo de la idolatría, de la antropofagia y de la corrupción moral más degradante, fue puesto por la Providencia en manos de España, para que desterrase de él la idolatría y la barbarie.
España cumplió con su misión de una manera tan rápida y asombrosa que, cincuenta años después del descubrimiento, apenas había sin bautizar más indios que los dispersos en los lugares más inaccesibles. Se cubrió toda América de parroquias, conventos, residencias misioneras, obispados, y arzobispados. Las listas de embarque de pasajeros para América, conservadas en el Archivo de Indias, demuestran que el diez por ciento de todos los que se embarcaban eran misioneros y sacerdotes. En 1649, había en América 840 conventos. Sólo en Méjico, llegaron a contarse, en el momento de la mayor actividad misionera, hasta 15.000 sacerdotes. [391]
En presencia de estos datos, no es de extrañar lo que afirmaba un sacerdote francés especializado en cuestiones misioneras, el cual decía que España, durante solo el siglo XVI, había dado a la Iglesia mayor número de misioneros de infieles que todo el resto del mundo en todos los siglos de existencia del Cristianismo.
Así logró España la victoria más grande que se ha conseguido sobre la idolatría, y agregó a la Iglesia Romana diez y ocho naciones soberanas, engendradas por ella con indecibles trabajos y heroísmo que hacen exclamar al protestante norteamericano Charles Lummis: «Ninguna otro nación madre dio jamás a luz cien Stanleys y cuatro Julios Césares en un siglo; pero eso es una parte de lo que hizo España para el Nuevo Mundo.» (Los exploradores españoles, pág. 51. Ed. Araluce, Barcelona.)
* * *
Derrota del protestantismo.– Nunca perdonarán los protestantes a España el celo con que se opuso a la difusión del Protestantismo, durante los reinados de Carlos V y Felipe II.
La única fuerza humana que impidió el triunfo completo de los protestantes en toda Europa, ante los esfuerzos combinados de los luteranos de Alemania y Holanda, de los anglicanos y puritanos de Inglaterra, de los hugonotes de Francia, de los valdenses de Italia, &c., &c., fue la tenacidad con que España hizo frente simultáneamente a casi toda Europa, en los más distantes campos de batalla, desde Flandes hasta Sicilia, y desde Varsovia hasta París, que fue ocupada por las tropas españolas, hasta que Enrique IV abjuró el protestantismo en Saint Denis. Hubo momentos en que los únicos grandes Estados oficialmente católicos del mundo fueron España, Portugal y Roma, es decir, San Pedro y Santiago.
Las regiones de Europa en que sobrevivió el catolicismo, después de la rebelión protestante, deben eterna gratitud a España, que se sacrificó, desangró y empobreció, por su tesón en conservar este tesoro para sí y para todas las demás naciones del continente,
Tenían, pues, razón los Pontífices que, en documentos solemnes, llamaban entonces a España y a sus católicos monarcas «Brazo derecho de la Cristiandad». [392]
España no hacía más que cumplir la misión de su Apóstol Santiago, brazo derecho de Jesucristo y de su Vicario en la tierra. El envió al caballero Iñigo de Loyola, para fundar la guardia de corps del Pontífice Romano y luchar sin tregua contra el protestantismo. El envió a Teresa de Jesús, a Juan de la Cruz y a la pléyade de santos y sabios españoles que apuntalaron a la Iglesia en aquella terrible crisis.
Misiones que están reservadas a España para los tiempos venideros.
Nuevos días de gloria para los hijos de Santiago
Sin pecar de crédulos, podemos prestar piadoso asentimiento a lo que anunció Santa Brígida, en el siglo XIV, sobre las futuras misiones de España, tanto porque se cumplió ya la primera parte de aquellas predicciones, desde siglo y medio después que fueron escritas, como porque la Iglesia, en el Breviario, las mira con extraordinario respeto, al asegurar que «le fueron revelados por Dios muchos arcanos». (Breviario Romano, 8 de octubre.)
La santa princesa sueca escribió en la primera mitad del siglo XIV sus famosas revelaciones, entre las cuales hay una, en que anuncia los sucesos principales que han de ocurrir antes de la venida del Anticristo y del fin del mundo. Comienza por anunciar que se convertirán al cristianismo algunas naciones desconocidas, lo cual se verificó siglo y medio más tarde con el descubrimiento y conversión del nuevo mundo:
«...Antes que venga el Anticristo –dice– se abrirán las puertas de la fe a algunas naciones, en las cuales se cumplirán las palabras de la Escritura: 'Un pueblo que no sabe me glorificará, y los desiertos serán edificados para mí.'»
La época que ha de seguir a la del descubrimiento del Nuevo Mundo, la describe de este modo:
«Después serán muchos los cristianos amadores de herejías y los inicuos perseguidores del clero, y los enemigos de la justicia.»
Tenemos aquí tres rasgos que retratan la historia religiosa del mundo, desde el descubrimiento de América hasta hoy: l.º, la aparición de numerosas herejías entre los cristianos; lo cual se verificó veinticinco años después del descubrimiento de América, cuando en 1517 se rebeló contra el Papa el monje alemán [393] Fray Martín Lutero, y, tras él, fueron apareciendo innumerables sectas de calvinistas, zuinglianos, anabaptistas, anglicanos, puritanos, socinianos, &c.; 2.º, el anticlericalismo, que sobre todo desde el siglo XVIII prevaleció en los gobiernos de las naciones católicas, multiplicándose en ellas las expulsiones de religiosos, desamortizaciones, despojos y atropellos de todas clases, llevados a cabo por los inicuos perseguidores del clero, y principalmente por los masones; 3.º, la lucha de clases, exacerbada por los enemigos de la justicia social, abusando los unos de su capital y los otros de su trabajo y su número. Este tercer período lo estamos recorriendo actualmente en casi todas las naciones del mundo, aunque en ninguna de ellas reviste un carácter más injusto y trágico que en Rusia, donde clases enteras de la sociedad han sido esclavizadas y despojadas de sus derechos más elementales.
A continuación describe la Santa lo que sucederá después de la época de la injusticia, y dice:
«Finalmente, vendrá el más criminal de los hombres, el cual, unido con los judíos, combatirá contra todo el mundo, y hará todo esfuerzo para borrar el nombre de los cristianos. Muchísimos serán muertos.»
Una pequeña muestra de lo que ha de ser esta persecución la tenemos en lo que están haciendo los judíos en Rusia, con su guerra nunca vista contra el cristianismo y sus ocho millones de socios activos para la propaganda del ateísmo, primera etapa destructiva, según sus dirigentes, para construir en la segunda etapa, sobre las ruinas de todas las religiones, el monopolio del judaísmo.
Pero, en esta terrible crisis, aparecerá, como en las demás grandes crisis de la Iglesia, el brazo de Santiago y de su pueblo, para defender a la Cristiandad, según lo dice a continuación la Vidente sueca:
«Tendrá fin aquella funestísima guerra, cuando sea proclamado Emperador un hombre engendrado de la estirpe de España. Este vencerá maravillosamente, con el signo de la Cruz, y será el que ha de destruir la secta de Mahoma y restituirá el templo de Santa Sofía.» (Véanse las palabras de Santa Brígida, en la obra L'odierna guerra, de Ciuffa, págs. 181 y 184, ed. Roma. Tipografía Pontificia, nell'Istituto Pío IX, 1916.)
Según esta predicción, abonada por el cumplimiento de lo [394] sucedido hasta hoy, y por la respetable autoridad de su origen, tenemos que España y su estirpe, es decir, toda la Hispanidad, debe cumplir todavía dos brillantes misiones en la Cristiandad, para salvar a la Humanidad en su más terrible crisis:
1.º Debe derrotar al Anticristo y a toda su corte de judíos, con el signo de la Cruz.
(Bien podría ser la Cruz Roja flordelisada de Santiago, que ha sido suprimida por la actual República Española, juntamente con la Orden Militar que la ostentaba, cargada de glorias y recuerdos, y que nosotros, en desagravio, hemos colocado al frente de esté opúsculo, asociada con la Cruz Blanca de Covadonga, llamada también de la Victoria y de la Reconquista, porque lo que ahora esperamos de Santiago es especialmente «reconquista» y «victoria» contra los opresores de la Iglesia Española.)
2.º Debe España completar la obra iniciada en Covadonga, Las Navas, Granada y Lepanto, destruyendo completamente la secta de Mahoma y restituyendo al culto católico la catedral de Santa Sofía, en Constantinopla.
¡Qué hermoso ideal para enardecer el entusiasmo de las juventudes españolas e hispánicas, fraternalmente unidas bajo el signo de Santiago!
Confirmación de las grandiosas
misiones futuras de España y de la Hispanidad
Coincide con lo que predijo en el siglo XIV la Vidente de Suecia, lo que escribió en su libro de Memorias, el año 1606 otro vidente y taumaturgo, residente entonces en Mallorca, San Alonso Rodríguez.
Escribe este gran Santo, en el lugar citado, que uno de los días de aquel año caminaba muy triste por las costas de Mallorca, pensando en las dolorosas noticias que había recibido de Africa, sobre los sufrimientos de unos religiosos que habían sido cautivados por los moros, y de repente «sin darse cato de tal cosa –dice, según su costumbre, en tercera persona– vio a deshora una gran armada en los mares de Mallorca. Iba Jesús en la vanguardia, María en la retaguardia, muchos Angeles entre los soldados. La mandaba el Rey en su propia persona, con una gran ejército que había de conquistar toda la Morisma, y sujetarla, y ella [395] se convertiría con gran facilidad a la fe de Cristo Nuestro Señor.»
Y añade: «La victoria será tan grande cual, por ventura, rey cristiano haya tenido jamás, y resultará gran gloria de Dios y bien de las almas.» (Memorias de San Alonso Rodríguez, año 1606.)
Si queremos apresurar la hora del triunfo de España
y de la Hispanidad, imitemos las virtudes de Santiago
Todos los Apóstoles murieron de muerte violenta, excepto San Juan. Pero el primero que regó con su sangre el Evangelio que predicaba, y el único cuyo martirio se narra en la Sagrada Escritura, fue el Apóstol Santiago.
Consta también, por la misma Sagrada Escritura, el género de muerte que le dieron: le degollaron «con espada».
Es la muerte más apropiada para un carácter tan caballeresco como el de Santiago.
En recuerdo de esta muerte, la Cruz de Santiago termina en una espada.
Y no sólo por esto, sino también porque, en varias batallas contra los invasores infieles, apareció Santiago confortando a los guerreros cristianos y hasta peleando a su lado, con su caballo y su espada.
Así lo dice el himno del Breviario Romano, en el oficio propio de España: «Cuando por todas partes nos apretaban las guerras, fuiste visto Tú, en medio de la batalla, abatiendo brioso a los desaforados moros, con tu corcel y con tu espada.» (Oficio del 25 de julio.)
Santiago fue el patrón y modelo de los esforzados caballeros de la Cruz, en los heroicos siglos de la Edad Media. El rey caballero San Luis, al morir lejos de Francia, en su tienda de campaña, bajo los muros enemigos de Túnez, en la octava Cruzada, balbuceaba agonizante la oración de la misa de Santiago: «Sed, Señor, para vuestro pueblo, santificador y custodio; a fin de que fortificado con el auxilio de vuestro Apóstol Santiago, os agrade con su conducta y os sirva con tranquilo corazón.» (Guéranger, L'année, liturgique, XXV, juillet.)
Y en efecto, los rasgos morales del carácter de Santiago son [396] los de un caballero andante de Cristo. Por eso la Cruz de Santiago, además de la espada en que termina, tiene tres flores de lis, que son los símbolos heráldicos del honor sin mancha que profesaban los caballeros.
Y hasta, si creemos a Alfonso el Sabio, en su Primera Crónica General, el mismo Santiago se mostró defensor de su título de caballero de Cristo.
Cuenta el Rey Sabio que, en el siglo XI, reinando Fernando el Magno, fue en peregrinación a Santiago de Compostela el Obispo griego Estiano, y que, al oír que Santiago «parescíe como cavallero en las lides a los cristianos», les dijo con enojo y porfía: «Amigos, non le llamedes cavallero, mas pescador».
Pero el Santo se encargó de desengañarle; porque aquella misma noche se le apareció Santiago «a guisa de cavallero muy bien garnido de todas armas claras et fermosas» y le dijo: «Estiano, tú tienes por escarnio, porque los romeros me llaman cavallero, et dizes que non lo so; ...nunqua iamás dubdes que yo non so cavallero de Cristo et ayudador de los cristianos contra los moros».
En confirmación de ello, le dijo que al día siguiente a las nueve de la mañana, entregaría la ciudad de Coimbra al rey Fernando, que la tenía cercada hacía mucho tiempo. A la mañana siguiente comunicó el Obispo al pueblo, en la Catedral, que Santiago le había anunciado para aquel día la toma de Coimbra; y, en efecto, días más tarde llegó a la ciudad del Apóstol la noticia de la victoria, que tuvo lugar el mismo día y hora que había anunciado el Obispo. (Primera Crónica General, cap. 807.)
Santiago, ferviente devoto de la Virgen María
Los dos hijos del Zebedeo y de María Salomé se distinguieron por su amor a su augusta tía la Virgen Santísima, que había sido encomendada por Jesucristo, desde la Cruz, a los cuidados filiales del hermano menor de Santiago, en cuya casa tuvo desde entonces su residencia la Madre de Dios.
Antes de que partiera Santiago para su audaz y remota expedición a España, refiere la tradición que se despidió de la Santísima Virgen (si es que no fue ella la inspiradora del viaje), y le [397] prometió visitarle en aquella ciudad de España en que iluminase a mayor número de fieles con la luz del Evangelio.
En efecto, la Santísima Virgen vino un día maravillosamente en carne mortal a Zaragoza, visitó al Apóstol, le entregó una columna de mármol, que simbolizaba la firmeza de la fe sembrada por él en la Península Ibérica, le pidió que levantará allí una capilla donde ella fuese invocada (la primera que se erigió en el mundo, en honor de la que había dicho de sí misma en el «Magnificat»: Me llamarán bienaventurada todas las generaciones), y le avisó que volviera después a Jerusalén, donde había de tener término su misión.
La Iglesia de España, fundada por el caballeresco sobrino de María Santísima, y honrada por ella, antes de su muerte, con su visita corporal y con el regalo de su Pilar, no podía menos de ser devotísima de la celestial Señora, como en efecto lo ha sido, a través de todos los siglos.
Santiago, amigo fidelísimo de San Pedro
Santiago fue llamado por Jesucristo al Apostolado el mismo día y en el mismo sitio que San Pedro.
Jesucristo quiso anudar una amistad especialísima entre San Pedro y Santiago, separándolos de los demás Apóstoles, y llevándolos en su más íntima compañía, junto con San Juan, en las ocasiones más solemnes.
Santiago correspondió a esta amistad recibiendo en su cabeza la cuchillada que iba dirigida al jefe de la Iglesia cristiana, en la intención de Herodes y de los judíos.
San Pedro correspondió a la amistad de Santiago, ordenando de Obispos a los Siete Varones Apostólicos, discípulos de Santiago, y enviándolos a fundar otras tantas Sedes en el Sur de España, donde Santiago no había dejado Obispos.
La Iglesia española, a semejanza de su fundador, ha sido siempre muy adicta a la autoridad del Romano Pontífice, y seguirá siéndolo, por merecer el honor de desempeñar en los momentos críticos el oficio jacobeo de brazo derecho de San Pedro. [398]
Santiago sabe cambiar su armamento según las necesidades de la época
Nota muy bien Dom Guéranger, en el lugar antes citado, que Santiago, después de su temprana muerte, continuó su Apostolado en el mundo, por medio de la Iglesia española, y que, en cada época, adoptó las armas y los medios que reclamaban las circunstancias.
Hubo una época en que no se podía defender a la Iglesia eficazmente con predicaciones, ni libros, ni discusiones; porque los mahometanos, por mandato de su ley, rechazaban toda discusión. Y entonces Santiago apoyaba a los guerreros de la Cruz, apareciendo entre ellos, como un rayo, tremolando con una mano su estandarte blanco adornado con la Cruz Roja, y blandiendo con la otra su espada reluciente.
Pero, «cuando los Reyes Católicos arrojaron al otro lado de los mares a la turba infiel que nunca debió pasarlos –añade Guéranguer– el valiente jefe de los ejércitos de España, se despojó de su brillante armadura, y el terror de los moros se convirtió en mensajero de la fe.
»Subiendo a su barca de pescador de hombres y rodeándose de las flotas de Cristóbal Colón, de Vasco de Gama o de Albuquerque, los guiará por mares desconocidos, en busca de playas a donde hasta entonces no había sido llevado el nombre del Señor.
»Para traer su contribución a los trabajos de los Doce, Santiago acarreará del Occidente, del Oriente, del Mediodía, mundos nuevos que renovarán el estupor de Pedro, a la vista de tales presas.»
Y aquél, cuyo apostolado, en tiempo del tercer Herodes, pudo creerse tronchado en flor, antes de haber dado sus frutos, podrá repetir aquellas palabras (de San Pablo): «No me creo inferior a los más grandes Apóstoles; porque por la gracia de Dios, he trabajado más que todos ellos.» (L'année liturgique, XXV juillet, págs. 226, 227).
Las armas actuales de Santiago y de sus caballeros
Hoy día, los hijos de Santiago, esparcidos por Europa, América, Oceanía y algunos también por las colonias españolas y [399] portuguesas de Africa y Asia, deben imitar a su Apóstol, con las armas que les impone la imperiosa necesidad del momento crítico en que nos encontramos.
Las armas jacobeas de hoy son cuatro: enseñanza catequística; prensa, sobre todo diaria y periódica; cátedra, sobre todo la oficial; y organización obrera.
Los modernos «caballeros de Santiago», deben adiestrarse y ejercitarse en el manejo de estas armas, sin descuidar, por supuesto, los demás medios de santificación y defensa que son eternos, y no necesitan cambios, sino reparaciones.
Súplica de Dom Guéranguer por España
El sabio escritor francés a quien acabamos de citar, conocía y penetraba, mejor que muchos españoles, el sentido de la Historia de España y su misión providencial en el mundo.
España ha sido destinada por Dios para proseguir la misión del Hijo del Trueno, proclamando y defendiendo, en gran estilo, como lo hizo en Nicea, en Toledo y en Trento, las verdades católicas fundamentales; y su mayor desgracia sería la de inutilizarse para esa misión, por el debilitamiento, o como dice gráficamente el mismo escritor, por el achicamiento de esas grandes verdades en su espíritu público.
Por eso dirige él a Santiago esta súplica, que gustosos reproducimos y repetimos:
«¡Oh Patrón de las Españas! No os olvidéis del ilustre pueblo que os debe a Vos su nobleza espiritual y su prosperidad temporal. Protegedle contra el achicamiento de las verdades que hicieron de él, en sus días de gloria, la sal de la tierra. Haced que piense en la terrible sentencia de Jesucristo, en que se advierte que 'si la sal se vuelve insípida, no vale va para nada sino para ser arrojada y pisada por las gentes'.» (San Mateo, V, 13.)
¡No! ¡El espíritu de España no ha de tolerar mucho tiempo este achicamiento!
¡El espíritu de España se erguirá caballeresco y altivo contra el masonismo, laicismo y judaísmo que lo pisotea! [400]
¡El espíritu de España defenderá el tesoro de Santiago contra los moros modernos que han invadido su herencia sagrada!
Porque Santiago y España tienen que cumplir todavía dos misiones a cual más gloriosas:
Santiago y España tienen que defender un día a la Iglesia de San Pedro, combatiendo y derrotando al Anticristo y a su corte de judíos;
Santiago y España tienen que cantar un día el Credo de Nicea en la mezquita de Santa Sofía, después de haber rasgado en su pórtico, entre los aplausos de la Morisma bautizada, los falsos mandamientos de Mahoma.
Así sea.